Mi caos favorito

Capítulo 7

El anuncio de la gala benéfica se sintió como una sentencia para Martín. No era solo un evento; era una invasión planificada de su peor pesadilla: el caos de Luz en un escenario público, bajo la mirada escrutadora de toda la ciudad. Mientras Luz dibujaba frenéticamente bocetos en su cuaderno, llenando cada hoja con ideas que a Martín le parecían diagramas de explosiones, él ya visualizaba los desastres logísticos. Contratos, permisos, seguridad, presupuesto... su cabeza era un torbellino de listas de control.

El primer encuentro para discutir la "instalación artística central" fue en el museo. Martín llegó con su maletín, lleno de carpetas y gráficos. Luz apareció con una bolsa de tela de colores, de la que asomaban pinceles y algún que otro objeto reciclado.

—Bien, Luz —comenzó Martín, desplegando un plano detallado del espacio central del museo—. He estudiado el flujo de visitantes, los puntos de acceso y las restricciones estructurales. Propongo una instalación modular, que permita un fácil montaje y desmontaje, con materiales que cumplan con la normativa de seguridad contra incendios y...

Luz lo interrumpió con un gesto de la mano, mientras sus ojos brillantes recorrían el inmenso espacio vacío, ignorando los planos.

—Martín, este lugar grita libertad. No módulos. ¡Necesitamos algo que respire! Pensé en algo suspendido, quizás una lluvia de hilos de colores que caigan desde el techo, creando una especie de túnel inmersivo. Y al final, una explosión de luz con proyecciones sobre la pared. ¡Será increíble!

Martín parpadeó.

—¿Una lluvia de hilos? ¿Desde el techo? ¿Sabe la altura de este techo? ¿Y el peso? ¿Y la logística de suspender... una "lluvia"? Sin mencionar los sensores de seguridad, las vías de evacuación... Luz, no podemos simplemente "colgar cosas".

—Claro que podemos —replicó Luz con su desarmante sonrisa—. Es arte, Martín. El arte encuentra la manera. ¡Será como una cascada de sueños!

Los días siguientes fueron una batalla campal. Martín intentaba imponer la lógica y la ingeniería. Luz respondía con visión artística y una despreocupación que rayaba en la insolencia. Él quería un plan maestro; ella pintaba en el aire. Él hablaba de presupuestos; ella, de la "energía del universo".

Una mañana, Martín descubrió a Luz intentando subir una escalera de mano, peligrosamente inestable, para medir la altura del techo con una cinta métrica improvisada con hilos de coser. Su rostro estaba manchado de polvo y, por supuesto, de pintura.

—¡Luz! ¡Bájese de ahí ahora mismo! —gritó Martín, corriendo hacia ella con el corazón en la garganta—. ¡Eso es peligrosísimo! ¿Por qué no esperó a que llegaran los ingenieros con el equipo adecuado?

Luz, un poco asustada por el tono de Martín, bajó lentamente.

—Es que... quería sentir el espacio. Y la cinta métrica me pareció demasiado rígida para la energía de este lugar. Los hilos son más... orgánicos.

Martín la miró con exasperación, pero también con una punzada de algo más. Ella era un caos andante, pero su pasión era innegable. La había visto hablar con los obreros del museo, a quienes había conquistado con su energía y sus brownies caseros, logrando que movieran andamios y plataformas con una eficiencia que ni él mismo había conseguido con sus órdenes directas.

—Escuche, Luz —dijo Martín, intentando sonar razonable—. Necesitamos trabajar como un equipo. Yo me encargaré de que la instalación sea viable, segura y esté dentro del presupuesto. Usted, por favor, concéntrese en el diseño, pero intente ajustarse a la realidad.

Luz asintió, aunque Martín no estaba seguro de que el mensaje hubiera calado.

—Trato hecho, Martín. Pero prométeme que no intentarás que mi "cascada de sueños" parezca un organigrama empresarial.

Martín suspiró, la imagen de un organigrama de hilos suspendidos llenando su mente.

—Lo prometo. Pero tú promete que no harás que mi presupuesto parezca una obra de arte abstracto.

La semana antes de la gala fue una locura. El museo se convirtió en su segundo hogar. Martín pasaba horas al teléfono, coordinando equipos, comprando hilos de colores que, para su sorpresa, eran miles de metros, y asegurándose de que cada viga fuera segura. Luz, por su parte, se movía entre los andamios como un duende de la creatividad, dirigiendo a los técnicos con gestos apasionados, pidiendo más luz aquí, menos sombra allá, cambiando de idea a último minuto. La instalación tomaba forma, y era, para horror y fascinación de Martín, exactamente como Luz la había imaginado: una cascada etérea de hilos y luces que envolvía al visitante en un abrazo de color.

Una tarde, mientras trabajaban hasta tarde, Martín se encontró con Luz sentada en el suelo, rodeada de madejas de hilo, con los ojos cerrados y el rostro manchado de un poco de purpurina. Se había quedado dormida, agotada por la intensidad de su propio arte.

Martín se agachó. Observó su rostro relajado, su respiración suave. Los mechones de cabello que se le escapaban del moño, la pequeña mancha de purpurina en la mejilla. Era un desorden absoluto, incluso al dormir. Pero no podía negar la belleza en ello. Sintió un impulso incontrolable de quitarle la purpurina con el pulgar.

Luz se movió, y Martín retiró la mano rápidamente, como si se hubiera quemado. Ella abrió los ojos y lo miró, aún adormilada.

—Martín, ¿qué haces ahí?

—Nada. Te quedaste dormida. Deberías irte a casa —dijo Martín, su voz más ronca de lo habitual.

Luz sonrió.

—No puedo dejar la instalación a medias. Y tú tampoco —se levantó, estirándose, y su mano rozó la de Martín. Una chispa. No de pintura, esta vez.

—Tengo hambre —dijo Luz—. Con el caos, se me olvidó comer.

Martín, sorprendentemente, no pensó en su agenda ni en los restaurantes exclusivos.

—Conozco un lugar. No es... de cinco estrellas. Pero la comida es buena. Y no hay reglas.

Luz lo miró, una sonrisa genuina asomando.




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