El beso. Un trazo inesperado de color en la pulcra paleta de la vida de Martín. No había sido planeado, no figuraba en ningún contrato, y sin embargo, su impacto reverberó más fuerte que cualquier despliegue logístico de la gala. Los labios de Luz, suaves y con un ligero sabor a lo que Martín supuso era una mezcla de café y pintura, habían alterado la simetría perfecta de su mundo. Se separaron lentamente, bajo la lluvia de hilos de colores de la instalación, con la luz proyectada pintando sus rostros de tonos cambiantes.
Luz fue la primera en moverse, una risa suave escapándose de sus labios. —Bueno, eso fue... inesperado. —Su voz sonaba ligera, como si acabaran de compartir una broma interna y no un momento que había hecho que el corazón de Martín se saltara un compás.
Martín, que rara vez se quedaba sin palabras, balbuceó: —Sí. Inesperado. Su mente intentaba procesar la información, catalogarla, pero no había una casilla para "Beso con artista caótica en gala benéfica". —¿Deberíamos...?
—Deberíamos ir a casa —completó Luz, dándole un golpecito juguetón en el brazo—. Ha sido una noche larga, y tu cerebro de empresario necesita recargarse. Su tono era el de siempre, despreocupado, como si el beso hubiera sido tan solo otra parte del "caos" de la noche. ¿Había significado para ella lo mismo que para él? La incertidumbre era un desorden que Martín no sabía cómo manejar.
Se despidieron con una formalidad extraña, casi incómoda, que contrastaba con la pasión del momento anterior. Martín la vio marcharse, su figura envuelta en el halo de la instalación de colores. Al llegar a su impecable apartamento, el silencio y el orden habituales le parecieron más ensordecedores que nunca. Su sofá de diseño, antes un remanso de paz, ahora le parecía... vacío.
A la mañana siguiente, Martín se despertó con la inusual sensación de no querer levantarse. La rutina, su ancla, le resultaba extraña. La imagen de Luz, riendo, bailando en la gala, el brillo en sus ojos, no lo abandonaba. Intentó sumergirse en sus correos electrónicos, en las cifras de la bolsa, pero su concentración era un caos.
De repente, un olor inusual invadió su perfecta cocina minimalista. Un olor a café quemado, y algo más, algo dulce y tostado. Martín frunció el ceño. Vivía solo. Y su empleada de limpieza no venía los fines de semana.
Se levantó, alertado, y se dirigió a la cocina con la cautela de quien espera un intruso. Y lo encontró.
Luz estaba allí, en su santuario culinario, con el pelo aún más despeinado que de costumbre, vestida con lo que parecía un pijama de sus dibujos infantiles favoritos y una de las tazas de café más grandes de Martín, que ella sostenía con ambas manos, dejando pequeñas manchas de café en la encimera de mármol. El tostador humeaba peligrosamente, y una tostada carbonizada asomaba de él.
—¡Luz! ¿Qué... qué haces aquí? —Martín apenas logró contener el grito.
Luz se giró, con una sonrisa deslumbrante, como si fuera la cosa más normal del mundo. —¡Martín! ¡Buenos días! Tuve que entrar, la señora Elena me dio una copia de tu llave de emergencia "por si acaso pasaba algo con la instalación" anoche, y bueno, me preocupé por ti. Pensé que necesitarías un buen desayuno después de tanto caos. —Señaló el tostador humeante—. Aunque esta tostadora es un poco... temperamental.
Martín se quedó petrificado. Su madre le había dado una llave de su apartamento a Luz. ¡A Luz! La mujer que había teñido a su perro y arruinado su pañuelo. La mujer que había trastocado su mundo.
—¿Mi madre te dio una llave? —Martín intentó mantener la voz firme, pero un atisbo de diversión, a pesar de sí mismo, comenzaba a asomarse—. ¿Y por qué no llamaste antes de entrar? ¿Y por qué estás quemando mi tostadora?
Luz se encogió de hombros, con la naturalidad de quien no entiende la gravedad de sus acciones. —Bueno, la luz de tu teléfono está apagada. Y el arte no espera permisos para entrar en tu vida, ¿verdad? Además, quería sorprenderte. Pensé que un desayuno hecho con cariño sería un buen inicio para el día, para compensar el caos de anoche. —Se sonrojó ligeramente al decir la última frase, y Martín captó la referencia al beso.
Martín la observó. Había manchas de harina en la impecable encimera, migas de pan en el suelo y el inconfundible olor a quemado. Pero Luz estaba allí, en su cocina, con su pijama extravagante, intentando hacerle un desayuno. Era un desorden absoluto, pero la intención era... conmovedora.
—¿Qué intentabas hacer, exactamente? —preguntó Martín, acercándose al tostador.
—Tostadas con mermelada y café —dijo Luz, como si fuera la receta más compleja del mundo—. Pero el café se me pasó un poco y las tostadas... bueno, son arte moderno.
Martín suspiró, pero una sonrisa se asomó a sus labios. El control de su vida se desvanecía lentamente, reemplazado por la imprevisibilidad de Luz. Y por primera vez, no le resultaba tan terrible. De hecho, había algo extrañamente atractivo en ese caos mañanero.
—Ven aquí, Luz —dijo Martín, acercándose al tostador y sacando las tostadas carbonizadas—. Déjame enseñarte a hacer una tostada que no parezca una pieza de museo.
Luz lo miró, sus ojos brillando con curiosidad. —Oh, ¿tienes un método especial para las tostadas? ¡Cuéntamelo! Mi método es: poner el pan y esperar a que huela a quemado.
Martín, con una sonrisa que no recordaba haber sentido en mucho tiempo, tomó un nuevo trozo de pan. —No es un método, es un control de temperatura. Y un tiempo exacto. Para todo hay una ciencia, Luz, incluso para una tostada.
Mientras Martín ajustaba el tostador con precisión y Luz lo observaba con fascinación, el sol de la mañana se filtraba por la ventana, iluminando las migas en el suelo, el café derramado y el incipiente desorden. El beso seguía en el aire, pero ahora, entre el olor a tostadas perfectas y el caos mañanero, parecía menos un error y más el comienzo de algo. Martín se dio cuenta de que, sin importar lo mucho que intentara controlarla, Luz ya había entrado en su vida. Y, extrañamente, él ya no quería que se fuera.