Después del desayuno caótico pero extrañamente perfecto, algo cambió. Martín y Luz no hablaban del beso. Era un elefante rosa fosforescente en medio de su apartamento, pero lo ignoraban con la misma elegancia con la que Martín solía pasar por alto un error en una hoja de cálculo. En lugar de eso, desarrollaron una rutina. Luz seguía visitando el apartamento, ya no solo para pintar, sino para traer "inspiración" en forma de comidas exóticas que a menudo terminaban en desastres culinarios, o para sentarse en el sofá a contarle historias sobre su arte y sus sueños.
Martín, que antes habría huido del desorden, ahora lo buscaba. Encontraba excusas para que Luz se quedara, o se sorprendía a sí mismo yendo a su estudio, un lugar que antes le había causado urticaria, para "revisar el progreso" de los cuadros. La pulcritud de su vida se desvanecía lentamente. Había migas en su encimera, una pequeña mancha de pintura en un libro de finanzas, y el olor a trementina empezaba a competir con el aroma de su café. Y por primera vez en su vida, a Martín no le importaba. De hecho, se sentía más vivo.
Pero el mundo exterior no podía ignorar el cambio. Su asistente, Diego, un hombre tan obsesionado con los números como Martín lo había sido, fue el primero en notarlo.
—Señor Garrido, ¿se encuentra bien? —preguntó Diego una mañana, su voz teñida de preocupación—. Ha cancelado dos reuniones y, uhm... su camisa tiene una pequeña mancha que parece... azul eléctrico.
Martín se miró el puño de su camisa de seda. En efecto, una mancha minúscula y vibrante, del color exacto que Luz había usado en su cuadro El despertar del alma, adornaba la tela. Una "firma del caos" de la que ni siquiera se había dado cuenta.
—Es... es arte, Diego —balbuceó Martín, intentando sonar serio—. Una nueva tendencia.
Diego, un hombre para quien "arte" significaba un gráfico bien diseñado, lo miró con la misma expresión con la que observaría una falla en el sistema.
—Entiendo. Pero las cifras de la junta directiva no se ven muy artísticas, señor. Están... desordenadas.
La reunión con la junta directiva fue un desastre controlado. Martín, que siempre había sido la personificación de la calma y la lógica, se encontró divagando, su mente deambulando hacia la última risa de Luz o el recuerdo de la luz en su estudio. Mientras hablaba de proyecciones financieras, su mente visualizaba la cascada de hilos y colores de la gala. En un momento, para horror de todos, se refirió a un gráfico de barras como "un hermoso diseño modular, pero le falta... pasión".
Los miembros de la junta lo miraron como si se hubiera vuelto loco. Y, de alguna manera, lo había hecho.
El caos de Luz no se limitaba a su vida personal. Se había infiltrado en su mundo profesional, haciendo que el hombre de los números se volviera el hombre del corazón (y de las manchas de pintura).
Más tarde esa semana, un nuevo encargo apareció en su escritorio. Era una propuesta para decorar un nuevo hotel boutique en el centro de la ciudad. El concepto era "elegancia y minimalismo moderno". Un trabajo que, en el pasado, Martín habría aceptado con su habitual precisión. Pero ahora, la oportunidad le hizo pensar en Luz.
Martín fue a buscarla a su estudio, que parecía aún más caótico de lo que recordaba. Luz estaba sentada en el suelo, rodeada de lienzos a medio terminar, con el pelo salpicado de colores y una concentración total en su obra. La luz que entraba por la ventana la hacía parecer un cuadro en sí misma.
—Tengo un nuevo proyecto —dijo Martín, mostrándole el folleto del hotel—. Es un hotel boutique de alta gama. El concepto es "minimalismo", y el presupuesto es... muy generoso.
Luz tomó el folleto y lo hojeó, pero sus ojos se veían más interesados en las texturas y los colores que en la arquitectura.
—Minimalismo... eso significa muchos grises, ¿verdad? Y líneas rectas —dijo, mirando a Martín con una sonrisa pícara—. ¿Quieres que les dé vida a su estilo?
Martín suspiró, sintiendo que la trampa se cerraba a su alrededor.
—Luz, este es un proyecto serio. Es una oportunidad para ti, para ganar reconocimiento. No es mi apartamento. No puedes simplemente... ignorar las reglas.
Luz se levantó, su voz suave pero firme.
—Martín, el arte no es ignorar reglas. Es reescribirlas. Tú me contrataste para darle vida a tu casa, y eso hice. Si este hotel quiere vida, no pueden esperar un cuadro que parezca un plano arquitectónico. Quizás tú necesitas ser el puente entre sus reglas y mi arte.
Martín la miró. Ella tenía razón. Su mundo y el de ella no podían funcionar por separado. La única manera de que el proyecto del hotel funcionara, la única manera de que su vida funcionara ahora, era si sus dos mundos se entrelazaban. Él con su orden, ella con su caos. Un equipo.
—De acuerdo —dijo Martín, sintiendo que cruzaba un umbral del que no había retorno—. Lo haremos juntos. Tú serás la visión, y yo seré la logística. Pero por favor —añadió con una media sonrisa—, no uses el pañuelo Givenchy como trapo.
Luz le devolvió la sonrisa, y en sus ojos Martín vio no solo el caos, sino también una promesa de algo nuevo, algo emocionante. La chispa, que había empezado como un simple roce, ahora era una llama. Y Martín, el hombre del orden, estaba a punto de sumergirse en un incendio.