El proyecto del hotel boutique se convirtió en su nuevo campo de batalla, pero esta vez, el tono era diferente. No era solo una lucha por la estética; era una negociación constante entre el orden de Martín y el caos de Luz. Las reuniones de planificación eran un espectáculo: Martín, con su portátil y sus diagramas de Gantt, y Luz, con sus cuadernos repletos de bocetos a mano alzada y sus ideas que desafiaban las leyes de la física. A veces, discutían apasionadamente sobre la viabilidad de una “instalación de luz interactiva” o sobre si las paredes podían ser un lienzo vivo, pero sus discusiones siempre terminaban con una sonrisa cómplice.
La chispa entre ellos, que había nacido en un baño de purpurina y caos, crecía con cada hora que pasaban juntos. Sus almuerzos de trabajo, en los que Martín se atrevía a probar la comida que Luz le sugería, se habían convertido en citas informales. Martín se sorprendió a sí mismo riendo a carcajadas de las anécdotas de Luz sobre sus días de estudiante de arte, y ella, a su vez, escuchaba con una fascinación que nadie más le había mostrado cuando él hablaba de la complejidad de un mercado financiero.
El beso, aunque no se había repetido, seguía en el aire, un punto de referencia silencioso que definía su nueva dinámica. Había una tensión, una promesa que ambos, por razones diferentes, no se atrevían a romper.
La primera señal de que su burbuja de dos se rompería llegó en una reunión con el equipo de arquitectos del hotel. Martín, en su elemento, presentaba los planos estructurales. Luz, a su lado, garabateaba en su cuaderno, ignorando los tecnicismos. Fue entonces cuando entró ella: Valeria, la arquitecta principal.
Valeria era la personificación del orden y la elegancia que a Martín le gustaba. Con un traje impecable, el cabello perfectamente liso y un aura de sofisticación, era la antítesis de Luz. Y era hermosa. Al verla, Martín sintió un ligero nerviosismo, la formalidad de su vida volviendo de golpe.
Valeria se presentó con una sonrisa profesional y una voz suave. Sus ojos se detuvieron en Martín y un brillo de admiración apareció en ellos.
—Martín, es un placer por fin conocerlo. Su reputación lo precede. Su precisión en los detalles es... admirable.
Martín le devolvió la sonrisa, y por primera vez en días, se sintió como el viejo Martín. El hombre del traje impecable y el control absoluto.
—El placer es mío, Valeria. He revisado sus planos, son excepcionales.
Mientras Martín y Valeria discutían los pormenores del proyecto, sus miradas se entrelazaban con una familiaridad que a Luz le resultó incómoda. La conversación fluía sin esfuerzo, llena de términos técnicos que Luz no entendía. Se sintió como una intrusa, una mancha de pintura en un lienzo impecable.
Valeria, consciente del cambio en la dinámica, se dirigió a Luz con una sonrisa condescendiente.
—Y usted debe ser la artista. Su trabajo en la gala fue... interesante. Aunque, para este proyecto, necesitaremos algo más... sobrio. Algo que complemente la arquitectura, no que la opaque.
La punzada de los celos golpeó a Martín con una fuerza que lo tomó por sorpresa. No eran celos de que Valeria se interesara en él; eran celos de que ella desestimara a Luz, de que la viera como una rareza y no como la genio que era. Se sintió irritado por la sonrisa de Valeria, por su voz suave.
Luz, siempre dueña de sí misma, se encogió de hombros.
—El arte no compite con la arquitectura, Valeria. Le da vida. Pero no se preocupe, puedo hacerlo sobrio. Tan sobrio que la gente tendrá que buscar el color con una lupa.
La chispa en sus ojos no pasó desapercibida para Martín.
A lo largo de la reunión, la tensión creció. Martín, que antes se habría sentido a gusto con la formalidad de Valeria, ahora se sentía aburrido. Echaba de menos la risa de Luz, sus ideas descabelladas, la forma en que su presencia hacía que el aire fuera más eléctrico. Intentaba incluir a Luz en la conversación, pero Valeria siempre encontraba la forma de devolver la atención a Martín, elogiando su precisión o su visión empresarial.
Cuando la reunión terminó, Valeria se acercó a Martín.
—Martín, me encantaría discutir los detalles de este proyecto con más profundidad. ¿Qué le parece si cenamos esta noche? Así podríamos conocernos mejor, sin la... distracción.
Su mirada se dirigió a Luz, que ya estaba guardando sus cuadernos.
Martín sintió una extraña indecisión. La invitación de Valeria era el tipo de cosa que él siempre habría aceptado. Era un paso lógico y profesional. Pero la idea de cenar con ella, sin la impredecible presencia de Luz, le pareció increíblemente aburrida.
—Lo siento, Valeria —dijo Martín, su voz firme—. Tengo que ir a revisar unos detalles del proyecto. Pero podemos discutirlo por teléfono.
Le dirigió una mirada a Luz, que se había quedado en silencio.
—¿Verdad, Luz?
Luz levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de él. Había una pizca de alivio en ellos, una chispa que le dio a Martín la respuesta que necesitaba.
Después de que Valeria se marchara, un silencio incómodo se instaló entre ellos. Luz terminó de guardar sus cosas, sin hacer contacto visual.
—Luz... —comenzó Martín.
—No te preocupes —lo interrumpió Luz, su voz extrañamente plana—. Entiendo. Valeria es... tu tipo. Es ordenada. Es perfecta. No soy como ella.
Martín se acercó a ella, tomándola por el brazo.
—Luz, no digas eso. No eres como ella, y no quiero que lo seas. No me interesa la perfección. Me interesa... tu caos.
La abrazó, un gesto espontáneo que lo sorprendió tanto como a ella.
—No te vayas. Ven conmigo a mi casa. Quiero que me ayudes con mi... con mis números. Y luego pedimos comida china, la que te gusta.
Luz se quedó quieta en sus brazos, sintiendo su calor. La tensión de los celos, la incertidumbre, todo se desvaneció. Con su abrazo, Martín no solo le había dicho que la prefería a Valeria; le había dicho que la necesitaba. El hombre del orden, finalmente, había aceptado su caos. Y, al parecer, lo necesitaba.