Me muero, es cierto.
Hace unos días me lo detectaron
y creo que no llego ni a la A,
y mucho menos a la U.
—¿Ha sufrido de algo? —preguntó la doctora.
—De vivir —le respondí.
Y es que la vida sin vida no tiene sentido,
como los velorios
y las fiestas.
—¿Qué tanto me mira? —volvió a preguntar.
—Sus glúteos. Me prenden —respondí.
Su mirada repugnante no me molestó;
me pareció mejor eso
a que mintiera.
Bello no soy.
—¿Y a qué se dedica? —preguntó, sobando mi pecho.
—Soy poeta —le dije, reventado de ganas.
No sé explicar su burla interna,
pero concuerdo:
el poeta anda hecho mierda.
Yo vivo en la mierda.
—¿cuánto le debo? —pregunté,
arreglándome la camisa.
—Mil… y por la actuación, quinientos —me dijo,
quitándose las gafas.
Yo creo —y no sé si me equivoqué—
que no hay mejor forma de vivir antes de morir
que un burdel
donde uno puede controlar las mentiras.
—Te amo —me dijo,
mientras contaba el dinero falso que le di.