No era cuestión de existir,
era mi inexistencia la que se entregaba a perpetuidad.
No era la belleza,
eran esas imperfecciones las que prendían mi carcacha bombeadora de sangre.
No era la inmortalidad,
era el aroma que permanecía en mis manos,
saliendo del último abrazo.
No era sexo,
era la forma poco seria
de los tantos serios,
al reírnos en cualquier lugar.
No era razón de querer,
era de sentir,
hasta que lloraran los ojos,
al gozar, al sufrir.
No era desespero,
era espera,
una que, por cierto, duraría siglos
atrapada en la ausencia.
No era falta de amor,
era yo,
prisionero del mismo final,
de la misma forma de morir.