Aún recuerdo la primera vez que la conocí. Un encuentro ordinario pero que superaba lo común, ella era así, una persona común con personalidad extraordinaria.
El primer día que la conocí había escapado del salón de eventos dónde se realizaba mi cumpleaños número veinticuatro, traía puesto un traje elegante, de esos que mi padre siempre usa y de los que siempre me niego a usar.
Ese día me perdí entre las calles de Granada, España; aunque no era literal, me sabía todas las calles de memoria porque estuve en esta ciudad toda mi vida y realmente no me quisiera ir, aunque debía hacerlo cada año para regresar a Seúl, mi ciudad natal.
Por negocios de la familia todos los años veníamos a Granada y nuestra estadía tardaba dos meses, después de los dos meses la magia acababa y debíamos regresar a Corea, aunque siempre preferiría quedarme en Granada.
Granada es un lugar enigmático, lleno de alegría y carisma como si fuera aquellas mujeres de los años 80's que se veían más felices que las mujeres de ahora; así describía la ciudad, como una ciudad antigua llena de encantos y las personas aquí son igualmente encantadoras, aunque la excepción éramos nosotros, mi padre y yo. No pertenecemos a ésta ciudad llena de colores, si no a una monótona escala de grises. Yo estudiaba administración de Empresas al igual que mi padre, era hijo único y heredero de la gran empresa Min, el cliché de siempre.
Mi vida era gris, mis ojos sólo podían diferenciar ese color y a ningún otro más. El gris claro para mis días "alegres", el gris más fuerte para los días "tristes" y los otros grises para cualquier otra situación intermedia entre esas dos emociones. La mayoría del tiempo estaba encerrado en la oficina negociando con otras empresas y la otra mayoría encerrado en mi habitación contabilizando cuentas de la empresa, así era mi día a día, entre cuentas y negocios. Mi papá casi nunca estaba en casa, los viajes de negocio lo mantenían lo más lejos posible de la mansión y agradecía con toda mi alma que él se fuera; estando aquí en Granada, la señora Flor se encargaba de cuidar de mí, tenía una "posada", ella así le llamaba al pequeño lugar parecido a un hotel, aunque sin ninguna clase de lujos; solía quedarme con ella los dos meses en el que pasaba en la ciudad, cuando regresaba a Corea volvía a mi soledad y a los sirvientes de papá que no solían dirigirme palabra y así estaba bien, ninguno de ellos me agradaba.
Volviendo de divagar en mi antigua vida y contar el presente, relataba el día inusual en el que la conocí.
Era 23 de julio de 2017, la noche parecía más larga que nunca desde que me escapé de mi propia fiesta de cumpleaños, me encontraba sentado fuera de una tienda de convivencia, más allá se escuchaba el ruido excesivo de la música y las canciones sin sentido hacían que mi mente divagara en la vida sin sentido que tengo, y en lo mucho que mi gusto clásico sufría por vulgares canciones. Escuché el ruido de unos zapatos caminando hacia mí, dejé de beber del refresco de lata que acaba de comprar y me incorporé en la acera, no quería encontrarme con ningún borracho a ésta hora de la noche, así que me parecía una apetitosa idea regresar a la posada de Doña Flor.
Deposite la lata de refresco a medio terminar en el bote de basura y el ruido de los zapatos se escuchó más cercano, cuando me giré a ver el borracho, o mejor dicho borracha; ella sonríe, pero no hacía mi, se agacha a recoger algo que no supe que era hasta que lo alzó entre sus manos en dirección al cielo, siendo iluminado por la luna supe que eran veinte dólares lo que ella había encontrado.
—¡Woaah! Qué suerte tengo— chillo emocionada la desconocida.
Concorde con ella, era una maldita suertuda.
Yo estuve treinta minutos ahí sentado como un tonto y nunca me di cuenta que había un billete de veinte dólares ahí tirado. Ella siguió sonriendo como una demente para después guardar el billete de la suerte en su chamarra. Se dirigió a la parada de autobús que estaba enfrente y yo me encamine con ella, pues era exactamente lo que iba hacer antes de que ella apareciera y se llevará el billete de veinte dólares que pudo ser mío.
Una vez en la parada ella volteó a verme con sus intensos ojos color avellana, yo no le dirigí mirada, simplemente veía con desgano si mi autobús ya vendría. Su mirada me incomodaba, aunque no lo hacia notar, siempre me he mantenido con rostro neutro desde que nací y eso no se podía cambiar. Su mirada cada vez se hacia más intensa y mi incomodidad aumentaba, me gire a verla sin expresión y con mi voz desganada de siempre le dije el típico —"¿Acaso tengo algo en la cara?". A lo que ella simplemente rió.
Se encontraba riendo como una desquiciada, como si le hubiese dicho lo más gracioso del mundo, ella se carcajeaba delante de mí, mi cara en ese momento debió ser muy épica ya que un pequeño tic en mi ojo izquierdo comenzó. Ella era sin duda lo más raro que me sucedió en el día.
—¿De qué te ríes?—
Ella paro de reír.
—Es que creí...— soltó una carcajada— creí que era...—otra carcajada y dijo lo más estúpido que pudo haber dicho— creí que eras Superman.
Ella siguió riendo y yo parecía querer explotar en cualquier momento, a pesar de ser un chico tranquilo tenía esa personalidad explosiva que revelaba cuando había llegado a mi límite. Y su estupidez había sobrepasado los límites.
—Es que tienes ojos azules y usas anteojos— dijo con una sonrisa. A pesar de estar borracha, ella hablaba con fluidez aunque se tambaleaba en ocasiones debido a la cerveza, que al parecer había afectado todas las neuronas que poseía y al parecer también le había afectado la vista, ya que, mis ojos eran negros y no azules. Aparte de ser una borracha suertuda, también era daltónica.
—Deberías irte a casa— le dije una vez un autobús se estaciono dónde estábamos.
—Ese no es mi autobús— dijo con un puchero en sus labios.