Capítulo 1
El día que todo se rompió
Era la última noche de un feriado. Un domingo de esos que terminan con fútbol, risas prestadas y decisiones que arrastran años de consecuencias.
Jugábamos en la cancha del barrio. Ella, como siempre, brillaba con su energía. Entre el grupo, una mujer lloraba. Su esposo no quería dejarla salir. Todas le decían que no lo permitiera, que si no la valoraban, debía irse. Mi esposa era una de las más tajantes. Recuerdo sus palabras, firmes, orgullosas. Me dolían… no sé por qué.
Al terminar el partido, fuimos a casa de sus familiares. Había música, cerveza y risas disimuladas. No quería beber, pero algo dentro de mí se quebró cuando la vi aceptando la botella. Ya lo había hecho otras veces, y cada vez que le pedía que parara, me enfrentaba con una mujer que no reconocía.
Así que tomé también. "Total… ya qué", pensé.
La noche se alargó, era domingo, debíamos madrugar al día siguiente. Le pedí que nos fuéramos, pero se negó. Su tía, en un intento de imponer autoridad, le dio una bofetada. Ella se rompió y, en lugar de irse, se sentó a llorar con su prima, repitiendo la historia en un bucle de tristeza y terquedad.
Yo no quería armar un escándalo. Solo quería volver a casa. y Tomé a nuestros dos hijos y salí de allí sin ella. Caminamos hasta el departamento. Los acosté, me senté en la cama y revisé el celular. Fingí normalidad. Una hora más tarde, ella llegó con sus tíos. Entró tambaleando, insistiendo en seguir la fiesta. Le dije que no. No era momento. Ellos se fueron, pero ella quiso salir detrás. Cerré la puerta. No quería que todo se desbordara, pero ya era demasiado tarde.
La llevé a empujones al dormitorio. No quería dormir. Forcejeó. Gritó. Me gritó. Fui a la cocina, intentando respirar. Entonces llegó, me lanzó un vaso de agua a la cara.
Me nublé.
La empujé de vuelta a la habitación. Ella gritaba, me rasguñaba. Y yo… olvidé todo. Lo que éramos. Lo que teníamos. Lo que juré nunca repetir.
Peleamos. Como dos enemigos. Como dos extraños. En medio del desastre, nuestros hijos despertaron. Nuestra hija mayor salió corriendo con el pequeño, buscando ayuda, buscando refugio de nosotros.
Mis padres llegaron cuando ya era demasiado tarde. Ella ya se iba. Su rostro herido. Mi cuerpo marcado. El silencio nos cubrió a todos como un sudario.
Esa noche, dormí en una casa vacía. Una casa que aún tenía cosas, pero ya no tenía alma.
El lunes fui a trabajar como si no hubiera pasado nada. El martes no volvió. El miércoles, tuvimos una reunión en su casa. Con sus familiares y Los míos. Ahí lo dijo todo:
—Me das miedo.
—Estás obsesionado.
—Esto se acabó.
Yo no lo podía creer. Le había rogado tantas veces que dejara de beber. Pero no escuchaba. Sentía culpa pues yo en un principio nos aleje a ambos de Dios… y ahí nos perdimos los dos.
El viernes volvió. Solo para llevarse lo que quedaba. Un camión llegó, Mis hijos subieron. Yo miraba desde la ventana, roto cuando el portón se cerró decidí entrar al departamento y me desplome.
Lloré en el piso del cuarto de mis hijos. Me arrodillé sobre el vacío, con los juguetes regados como testigos. Grité. Lloré. No podía entender en qué momento lo perdí todo.
Y ahí, en esa soledad, me golpeó la verdad con una fuerza que ninguna bofetada o golpe podría igualar:
Ella no era mala. Al contrario… era demasiado buena para mí.