No era la hora.
Tampoco la fecha.
Era el momento.
Ese instante suspendido,
donde el mundo deja de correr
y el corazón empieza a hablar más fuerte que el pensamiento.
El momento donde por fin te vería.
No a través de palabras, ni pantallas, ni recuerdos.
Sino a ti,
real, vivo, presente.
No sabía si era lunes o domingo,
si era temprano o tarde,
solo sabía que era ahora.
Después de todo el silencio, de toda la espera,
el universo había dicho: es tiempo.
No importaban los kilómetros que alguna vez nos separaron,
ni las veces que me dormí con tu voz como consuelo.
Todo eso se comprimía en un segundo eterno
donde lo único que importaba era mirarte a los ojos
y confirmar que eras tú.
Ese momento era más que un encuentro.
Era una respuesta.
Un regalo sin envoltura.
Una señal de que a veces el amor… sí llega.
Y cuando lo hace, no necesita anuncio.
Porque cuando alguien te marca el alma,
no hace falta una hora exacta.
Hace falta solo el momento justo.
Y ese, sin duda, fue el nuestro.
Y llegó.
Ese momento del que no sabía la hora, pero sí la certeza.
Te vi.
Y en ti cabía todo lo que nunca supe que deseaba.
Eras guapo, sí,
pero lo que me enamoró no era tu rostro…
era ese cabello que parecía dibujado solo para ti,
ese rasgo que te hacía único entre millones,
como si el universo hubiera dejado un detalle especial solo para que yo lo notara.
Siempre tuve una debilidad:
los rasgos.
Quería saber cómo era mi persona.
No para juzgarla,
sino para memorizarla.
Y tú… tú eras imposible de olvidar.
No buscaba imperfecciones.
Buscaba realidades que pudiera amar sin filtros.
Ese día me diste un regalo.
Un collar de mariposa.
Tan hermoso, tan simbólico.
Como si me dijeras sin palabras:
“Eres libre, pero elegiste volar hacia mí.”
Y yo me sentí pequeña.
Vergonzosa.
Como si tuviera las manos vacías y tú, en cambio, me ofrecieras el cielo.
Tú me darías hasta las estrellas,
y yo solo tenía mi silencio envuelto en cariño.
Pero tal vez, sin saberlo,
yo también te regalé algo:
mi presencia sincera.
Mi mirada que no exigía, solo amaba.
Mi deseo de que ese momento nunca se disolviera.
Porque a veces no se trata de lo que das con las manos,
sino de lo que entregas con el alma.