Pasaron muchos días sin verte.
Y aún así, parecía que el amor no se movía del lugar donde lo dejamos.
Yo era una niña de casa,
atrapada entre horarios, puertas y normas.
Pero mi mente siempre encontraba la forma de escapar
y llegar hasta ti.
Todo lo bueno parecía pasar tan rápido…
como si el tiempo supiera que algo tan puro no podía durar para siempre.
Solo quería saber cómo estabas,
verte aunque sea unos minutos,
robarte un abrazo que calmara la ansiedad de la distancia.
Nunca nos besamos.
No porque no lo sintiéramos,
sino porque ambos teníamos esa vergüenza tierna
de quienes saben que el amor no se apura.
Nos dejábamos fluir.
Jugábamos, reíamos,
como si nada pudiera tocarnos mientras estuviéramos juntos.
Y ese día, ese día que no dejo de recordar…
lo fue todo.
Me regalabas rosas.
Azules y rosadas.
Las que nadie más me daba.
No podía contarlas,
porque cada una parecía decir algo distinto:
“te pienso”,
“te espero”,
“te cuido”.
Yo también quería darte cosas.
No cosas grandes,
pero sí cosas con alma.
Y lo hice.
La bufanda que tejí con mis propias manos,
con cada nudo cargado de cariño,
de tiempo,
de silencios que se transformaban en hilo.
Eras único.
Y yo solo quería que sintieras que tú también eras amado.
No por lo que dabas,
sino por lo que eras cuando nadie te pedía nada.
Los hilos que antes parecían invisibles…
ahora los sentía tirando de mí con fuerza.
Como si el destino ya no tuviera vergüenza de mostrarse.
Como si el universo, por fin, hubiera dejado de disimular.
Yo los veía.
Los sentía en cada pensamiento,
en cada canción que me recordaba a ti,
en cada silencio donde tú aparecías sin que nadie te nombrara.
Ya no eran casualidades.
Eran señales.
Caminos que nos unían con una precisión absurda.
Solo quería estar contigo.
No me interesaba nadie más.
No porque los demás fueran menos,
sino porque tú eras exactamente lo que mi alma buscaba
antes de que mi mente supiera lo que quería.
No necesitaba explicaciones.
No quería planes ni garantías.
Quería tu risa.
Tu voz.
Tu forma de existir cerca de mí, aunque fuera en pedacitos.
Los hilos ya no eran imaginarios.
Tejían un lazo entre tú y yo.
Uno que tal vez otros no podían ver,
pero que para mí…
era tan real como la bufanda que tejí para ti.
Y ese lazo no pedía permiso.
Simplemente estaba.
Y yo lo seguía, como se sigue a lo que de verdad importa.