Cada mes celebrábamos un nuevo comienzo.
Un aniversario,
aunque solo hubieran pasado treinta días.
Para otros, poco.
Para nosotros, todo.
Porque en el amor real,
un mes puede ser una eternidad escondida en instantes pequeños:
una llamada, una palabra, una risa, un mensaje que dice “aquí sigo”.
Yo sentía que esto era especial.
No algo que se repite,
sino algo que nace una vez y, con suerte, sobrevive al caos.
No quería que nadie lo interrumpiera.
No amigos, no dudas, no relojes, no miedos.
Solo nosotros,
como si el amor pudiera vivir en una burbuja donde nada doliera.
Le hablaba al destino en voz baja,
como si fuera un viejo amigo al que no quería molestar.
Solo le pedía paciencia.
Solo le decía:
“Por favor, deja que esto funcione.”
Porque en el fondo, yo lo sabía:
el amor no siempre necesita ser eterno,
pero sí necesita ser cuidado.
Y nosotros, cada mes, lo intentábamos.
Como quien riega una flor con la esperanza de que florezca,
aunque el clima sea incierto.