No todo fue felicidad.
Porque el amor, cuando es real, también duele.
Duele más cuando no lo destruyen quienes lo viven,
sino quienes lo miran desde afuera con ojos que no entienden.
Todo ocurrió tan rápido…
como una flor que florece solo para ser arrancada.
Ellos se enteraron.
Otra vez.
Otra vez vieron en lo nuestro no algo puro,
sino algo que debía corregirse, silenciarse, eliminarse.
Luché.
Lloré.
Supliqué.
Me arrodillé ante el juicio de quienes no supieron amar como yo.
Pero no fue suficiente.
Fuimos obligados a separarnos.
No por decisión,
no por distancia,
no por falta de amor…
sino por la presión.
Esa que no se ve,
pero que pesa como cadenas invisibles.
Esa que te hace sentir que estás haciendo algo mal,
aunque en el fondo solo estés amando.
Nos separaron sin tocarnos.
Con palabras, miradas, culpas que no merecíamos.
Nos apartaron como si el amor que teníamos no fuera válido,
como si nuestra felicidad no importara.
Y dolió.
Porque no fue una ruptura,
fue una rendición forzada.
Nos quitaron el "nosotros" sin darnos tiempo de defenderlo.
Y aunque intenté aferrarme,
aunque tú también lo intentaste,
no pudimos más.
Nos fuimos alejando…
no porque no queríamos estar,
sino porque el mundo nos lo prohibía.