Llegó mi cumpleaños.
Pero no llegó tu “feliz cumpleaños”.
No porque te hubieras olvidado,
sino porque ya no podíamos hablarnos.
Y eso dolió más que cualquier regalo no recibido.
Porque la ausencia duele,
pero el silencio cuando sabes que alguien aún te piensa… duele distinto.
Duele más.
Empecé a culparme.
A pensar que todo lo malo era por mí.
Que tal vez yo arruiné algo que el destino solo me prestó por un rato.
Pensé:
si el destino no nos quería juntos… entonces, ¿por qué me permitió conocerte?
Las vacaciones de verano pasaron como un extraño hechizo:
rápidas por fuera,
lentas por dentro.
Todo seguía, pero yo no podía seguir contigo.
Y eso me partía.
Te extrañé más de lo que pude decir.
Y a veces, solo quería verte.
Abrazarte.
Romper todas las reglas y decirte:
“Aquí estoy, y aún te amo.”
Pero no podía.
Lo nuestro era difícil.
Era complicado.
Era como tratar de sostener el viento entre las manos.
Hice amigos.
Sí.
Salí, sonreí, hice planes.
Pero nunca dejé de mirar por la ventana en los recreos.
Veía los autos pasar
y me perdía pensando si alguno te llevaba a ti.
Si estabas bien.
Si también pensabas en mí.
Porque cuando el amor se vive a escondidas,
hasta el cielo parece más lejos.
Y hasta la ventana más pequeña se vuelve un portal hacia lo que ya no está.