Mi Dulce Doctor

Prólogo

—El Dr. Carter las espera —nos comunicó la enfermera. Ambas nos levantamos del asiento, donde habíamos estado esperando hacía más de media hora, y nos dispusimos a seguir sus indicaciones—. Es por aquí —señaló, orientándonos a través de un largo e iluminado pasillo.

Al cabo de algunos minutos, la enfermera se detuvo, giró la manija de la puerta y nos condujo hasta el interior del consultorio.

No sabía si solo eran los nervios, pero advertí que un aire helado se colaba en todo mi cuerpo, así que me crucé de brazos para intentar calentarme.

Mi madre fue la primera en sentarse, después lo hice yo. Estaba tan nerviosa que, cuando el chillido de la puerta nos anunció que la enfermera se había marchado, di un respingo sobre la silla.

—Bien —habló el doctor, después de aclararse la garganta. Abrió un sobre que retenía entre sus manos y retiró el contenido de su interior—. Los resultados han llegado.

En ese instante sentí palidecer, traté de acomodarme en la silla, buscando alguna extraña manera dominar mis nervios, pero no lo logré.

Hacía ya algún tiempo, sospechaba que algo no andaba bien; me mareaba demasiado, siempre tenía fiebre y estaba muy delgada. Al principio no le di mucha importancia, pensaba que era estrés por los exámenes escolares, o síntomas de alguna infección, pero por lo visto me equivoqué.

—¿Qué pasa, doctor? —formuló mamá, la pobre estaba al borde de un ataque de nervios.

—Tranquilízate, mamá —imploré, tomándole de la mano—. Deja que el doctor hable. —Ella asintió, dejando ver un hilo cristalino en sus ojos, supuse que tenía un mal presentimiento—. Continúe, doctor —lo insté.

—Melissa... —prosiguió el galeno, fijando sus ojos en mí—. Tienes cáncer.

Al escuchar aquellas palabras, sentí que alguien me lanzaba desde lo alto de un acantilado. Fue una caída libre, libre y silenciosa, que me enviaba a dar un paseo en las profundidades del averno.

Mi cuerpo estalló contra las duras y macizas rocas de la cruda realidad. Me desmoroné en medio de las olas y me dejé llevar por la corriente, hasta desaparecer en un inmensurable mar amargo.

—¿¡Cáncer!?¿¡Cómo que cáncer!? —cuestionó mi madre, todavía incrédula—. Pero... ¡Si solo es una niña! —exclamó, levantándose súbitamente de la silla.

Jamás había experimentado tanto temor en mi vida, la ausencia de aire en mis pulmones me hacía ver todo borroso, me estaba desconectando de la realidad.

Por algunos segundos me quedé inmóvil y callada. Un profundo escalofrió caló mis huesos, y un suspiro se ahogó en mi pecho. Lo primero que me pasó por la mente fue que iba a morir, sin embargo, me insté a tranquilizarme, eso no era un sueño, era una dura y dolorosa verdad, tenía que afrontarla.

—Lo siento... —titubeó el doctor, al ver el estado en que nos encontrábamos.

—¿Está seguro que no se equivocaron? —insistió mi madre, quien no terminaba de asimilar la noticia—. Siempre hay un margen de error con esos exámenes. —Una gota de sudor me recorrió la sien, estaba temblando.

—No —le respondió tajante—. Es cáncer... De verdad, lo siento —repitió.

—¡Dios mío! ¡No! —clamó mamá, cubriendo su rostro de lágrimas—. ¡No puede ser cierto!

—¿Qué tengo que hacer? —consulté con hilo de voz.

—Te referiré al Saint Rosemary Research Hospital —repuso, tomando pluma y papel —. Allí están los mejores especialistas. El director de oncología es amigo mío, él las recibirá y les indicará los pasos a seguir —añadió, entregándole la orden a mamá que, simulaba estar más recompuesta.

—¿Qué porcentaje tengo de vencer el cáncer? —me atreví a preguntar.

—Es un cáncer de rápido crecimiento, verás...

—La verdad —exigí.

—Un cincuenta por ciento —contestó—. Es difícil saberlo con certeza.

Mamá, que seguía tratando de calmar sus nervios y cesar sus lágrimas, se volvió a sentar a mi lado y me tomó de la mano. Me envió una mirada compasiva y yo le devolví una vaga sonrisa.

—Todo estará bien, Mel —me aseguró, tiernamente—. Eres fuerte y eres valiente. —Pero de qué servía la valentía en esos momentos, cuando lo único que quería era salir huyendo.

—Claro —asentí, mientras un nudo quemaba en mi garganta.

Me despedí del doctor con un débil estrechamiento de manos y preguntándome si tal vez ese sería el último día que lo vería. Cuando salimos de vuelta al largo pasillo nos quedamos en silencio, y fue un silencio tan profundo, como lo fue doloroso.

Fui al baño mientras mi madre terminaba algunos trámites en recepción, abrí la pequeña puerta de hierro donde aguardaba el inodoro y sentí unas inmensas ganas de vomitar. Traté de resistir, pero me fue imposible. Mi cuerpo necesitaba aliviarse de todo el terror que había experimentado hacía apenas unos minutos, así que dejé escapar todo el contenido de mi estómago.

—¿Estás bien, Mel? —inquirió mamá, al otro lado de la puerta—. Tu padre nos está esperando.

—Sí, mamá —respondí, secando algunas lágrimas que había derramado.

Cuando llegamos a casa, bajé rápidamente del auto y me encerré en mi habitación. Di un hondo suspiro, seguido por incesante llanto y comencé a lanzar todo lo que encontré. Libros, retratos, ropa y toda clase de suvenir fueron a parar al frío y duro suelo.

Miré el retrato de mi abuela en el piso y lo recogí, saqué su foto de entre los vidrios y me desplomé sobre la cama, aferrándome a él. Me coloqué en posición fetal y dejé escapar todo el miedo que me invadía.

Al final de la tarde me quedé dormida y al despertar divisé un cuadro cerca de mi ventana, era una nueva pintura en la que había comenzado a trabajar.

Me levanté, cerré los ojos y sentí la textura del óleo sobre mis dedos. Tomé distintos colores y comencé a dibujar. Solo la pintura era capaz de hacerme perder el miedo. Sonreí, mientras mis manos dirigían el pincel sobre el lienzo, trazando nuevas formas y explorando nuevas sensaciones. La vida podía ser algunas veces injusta, pero cada mañana, cada nuevo despertar, valía la pena vivirlo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.