Mi Dulce Doctor

*3*

DAWSON

 

—Son maravilloso nuestros pacientes ¿verdad? —preguntó Ed, mientras caminábamos por el pasillo. No le respondí nada, así que continuó—: ¿Sabías que esa chica pinta?... Suarez dice que es una gran artista, deberíamos ver sus cuadros.

—¿Ahora te involucras con las muestras? —cuestioné.

—No son muestras, son seres humanos, Dawson —repuso, mientras subíamos las escaleras—. Deberías abrirte un poco más, darte la oportunidad de conocerlos, estoy seguro que te sorprenderían.

—¡Bahh!... —bufé, indiferente—. Eres demasiado sentimental para ser un médico.

—Y tú demasiado duro. —Sopesé sobre lo que acababa de escuchar, no era del todo mentira. No me gustaba trabajar con pacientes. Mis prácticas habían sido un verdadero infierno y nunca me había sentido tan aliviado, como cuando comencé a trabajar en el laboratorio—. Deberías saber que existe un código de ética...

—¡Ya! —clamé, cansado de escuchar su discurso—. No me vengas con tu código de moral y buenas costumbres, no lo soporto. —Me detuve en el pasillo y lo enfrenté—. Ya me diste el recado de Kurt, ya déjame en paz ¿sí?

—¿¡Qué demonios te pasa!? —formuló, molesto.

—¡A ti que te importa! —reñí, empujándolo— ¡Te dije que me dejes en paz! ¿Acaso no entiendes?

Estábamos en el servicio de pediatría, así que éramos el foco de atracción de una decena de mujeres y sus niños.

—¡Eres un maldito idiota! —exclamó, tambaleándose

—¡Repite lo que dijiste! —lo insté.

—¡Eres un maldito idiota! —repitió, así que estallé mi puño contra su cara.

No era la primera vez que Ed y yo nos golpeábamos, pero sí la primera vez que lo hacíamos dentro del hospital. Edward Smith, era por decirlo así, mi mejor amigo. Nos habíamos hecho compañeros en la escuela de medicina y a pesar de nuestras diferencias, solíamos llevarnos bien.

En cuestión de segundos Ed me devolvió el golpe, y a nuestro alrededor todo se volvió un alboroto. Nos dimos unos buenos puñetazos, hasta que algunas enfermeras y camilleros intentaron separarnos.

—¿¡Qué pasa con ustedes!? —exclamó Elizabeth, que acababa de salir del ascensor—. ¡Acaso se han vuelto locos! ¿¡Cómo se les ocurre ponerse a pelear dentro del hospital!? ¿Qué fue lo que pasó? —quiso saber.

—Pregúntale al imbécil de tu hermanito —intervino Ed.

—No me provoques —lo desafié— ¿O quieres que te enderece tu tabique desviado?

—¡Hazlo! —exclamó, agitado—. No me quedaré de brazos cruzados.

—¡Basta! —espetó mi hermana—. Se están comportando como unos adolescentes. ¿No les da vergüenza?

—Él comenzó —continuó Ed, al tiempo que se arreglaba el uniforme.

—Tú me provocaste.

—¡Dije que basta! —repitió Elizabeth—. Ed, ve a curarte esa herida. Y contigo necesito hablar —agregó, señalándome.

—No tengo nada que hablar contigo —repliqué, sintiendo el sabor de la sangre en mi boca—. Me largo de aquí.

—Dawson, por favor —suplicó Lizzie, tratando de detenerme.

—¡Si vete! —gritó Ed—. ¡Corre, como el cobarde que eres!

—¡Váyanse al diablo los dos! —exclamé.

Estaba furioso y para completar la herida me escocía, unos segundos después ya estaba frente a la puerta de la dirección.

—¿Qué quieres? —pregunté, entrando bruscamente—. Lo siento... —Me disculpé al percatarme de que mi padre no estaba solo, una chica alta, rubia y esbelta lo acompañaba—. Pensé que...

—¿Qué te pasó? —preguntó mi padre.

—Nada... —titubeé, avergonzado—. Me di un golpe ¿me estabas llamando? —pregunté, tratando de cambiar el tema.

—Sí hijo, quiero presentarte a alguien —comentó—. Recuerdas a la hija de Albert Hoffman. —Hice un esfuerzo por recordar de quién se trataba, y se me vino a la memoria una pequeña niña pecosa y obesa. No podía ser cierto.

—¿Anastasia? —pregunté, inseguro, ella asintió—. ¡Vaya! sí que has cambiado —añadí, estrechando su mano.

—Tú también. —Sonrió, por primera vez me sentí avergonzado de mi aspecto—. Dawson ¿verdad? —Asentí—. Cómo olvidar a ese que pequeño niño que siempre me llamaba cerdita.

—Yo...

—No te preocupes. —Terminó riendo—. Solo bromeaba.

—Hijo... —intervino mi padre—. Anastasia se quedará a trabajar con nosotros, muéstrale el hospital ¿sí?

—Por supuesto —contesté, así que salimos de dirección y fuimos a dar a una sala de espera.

—¿Cómo fue que te hiciste esa herida? —preguntó.

—Eso... eso ya no importa.

—Espera aquí un momento —pidió, así que tomé asiento.

Ella fue en busca de una enfermera, cruzó algunas palabras con ella y regresó con una cajita de primeros auxilios en sus manos.

—Vamos a curarte ese golpe.

Tomó un algodón y limpió la herida con un antiséptico, aquello me provocó un gran ardor.

"¡Ese bastardo de Ed, me las va a pagar!"

—¡Listo! —Sus ojos azules se hicieron más intensos, ella era hermosísima—. Ahora sí, ya me puedes enseñar el hospital. 

 

*




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