MELISSA
Lo más difícil no era saber que tenía cáncer, sino ver a toda mi familia fracturada ante esa enfermedad. El cáncer no era una cosa que me afectaba solo mí, sino que devoraba todo a mí alrededor.
Desde que me habían diagnosticado la enfermedad, todo se había vuelto un caos en casa; primero la negación, luego el llanto, después la rabia y por último la resignación.
Mamá había abandonado su empleo para poder cuidarme; trabajó más de dos años para obtener un cargo importante, pero al final tuvo que tirar todo a la basura. Algunas veces la veía tan cansada que sentía ganas de decirle que se marchara, que podía cuidarme sola, pero sabía que ella no lo haría.
—Max, Dylan, dejen a su hermana tranquila —protestó mamá, mientras mis hermanos daban de brincos sobre mi cama.
Los mellizos habían nacido dos años atrás, viniendo a llenar un poco del vacío que dejó Jessica cuando se fue de casa. Pero ni siquiera ellos estaban a salvo de las terribles consecuencias que trae consigo la enfermedad; la familia estaba dividida, mamá tenía que pasar todo el día conmigo, mientras mis pequeños hermanos eran cuidados por la hermana de mi padre.
Era como si yo les robase la tranquilidad a todos.
—Déjalos mamá —los defendí, riendo—. Los extrañaba tanto. ¡Quiero comérmelos a besos! —agregué, al tiempo que les hacía cosquillas—. ¿Y papá?
—Me acaba de escribir, dice que fue por tu tía Angie —respondió—. Ya vienen en camino.
Mi padre siempre estaba trabajando para pagar las cuentas de todos, una familia con tres hijos no era fácil de sostener, y menos con alguien enfermo; era en esos momentos, cuando más me sentía culpable.
Miré el reloj que colgaba de la pared blanca, eran las cuatro, pronto iba a terminar la hora de visita, y yo tendría que volver al rutinario silencio de la habitación.
Unos segundos después escuché el sonido de la puerta, era mi padre con un enorme Hello Kitty de peluche.
—¿Cómo está mi pequeña mariposita? —preguntó, moviendo el peluche como si este fuese el que hablara, comencé a reír.
—Bien, papi —contesté, abrazando a mi padre—. Está hermoso el peluche, me encanta. ¡Gracias!
—De nada, mariposita.
—¿Cómo estás, preciosa? —intervino tía Angie, abrazándome.
—Muy bien, tía —respondí—. Gracias por venir, los extrañaba tanto.
—Mejórate pronto, Mel, tienes que ayudarme a cuidar a estos terremoticos —agregó, tomando a uno de mis hermanos en brazos.
Asentí, sin dejar de sonreír. Extrañaba tanto a mi familia, era tan difícil estar lejos de las personas que quieres, sobre todo cuando más las necesitas.
Cuando ingresé al Saint Rosemary Research Hospital, una de las condiciones del departamento de ensayos clínicos fue que debía permanecer en el hospital para extrema vigilancia del tratamiento, era terrible tener que pasar todas las horas del día metida en las cuatro paredes de mi habitación.
Esa tarde compartimos en familia, comimos pizza y hablamos sobre cosas triviales. Papá nos contó que había conseguido un nuevo empleo en una línea de taxi, y tía Angie que los mellizos habían roto el jarrón preferido de mamá.
—¿Dónde están tus pinturas? —preguntó papá, mi semblante se tornó triste—. ¿Qué pasa, mariposita?
—El medico lo prohibió —le informó mamá—. Dice que no es bueno para el tratamiento, que le pueden hacer daño.
—¡Bah! Pero qué clase de medico prohíbe pintar. —"Uno que lleva por nombre Dr. Antipático Schindler" —. Es una tontería.
—Es lo que yo dije, papi.
—Veré que puedo hacer por ti, mariposita. —Trató de alentarme con una sonrisa—. Hablaré con ese médico y lo haré cambiar de opinión.
—¡No hablarás con nadie, David! —exclamó mamá—. Él sabe lo que hace, y si es por el bien de Melissa, no nos vamos a oponer.
En ese instante, y como obra y gracia del universo, el mencionado doctor apareció.
—Necesitan abandonar la habitación. — "¡Oh, no! Dr. Antipatía al asecho" —. La hora de visitas terminó.
—¡Ay no, doctor! —suplicó tía Angie, sin saber la clase de medico con el que trataba—. ¡Déjenos otro ratico más!
—Lo siento, son normas del hospital —sentenció, dándole un vistazo a los niños que seguían dando de brincos—. Todos deben salir, ahora.
—Bueno, vamos —ordenó mamá —. Niños, recojan sus cosas que su hermana tiene que descansar. —Me despedí de todos con un fuerte abrazo y unas ganas inmensas de marcharme con ellos—. Ya regreso, Mel —añadió—. Voy con tu padre a comprar algo de cenar.
—Está bien, mamá —contesté. Después que todos se marcharon la habitación quedó en silencio, solo quedamos el Dr. Antipatía y yo—. ¿Y bien? —cuestioné, incomoda.
—Veo que sacaron el cuadro y las pinturas —comentó, dándole un vistazo a la habitación.
—¿Había otra alternativa? —pregunté, sarcásticamente.
—Supongo que siempre está la alternativa de marcharse del hospital —respondió, hoscamente.
—Claro... Y ¿qué le pasó en la boca? —formulé, burlona—. ¿Algún paciente le dio su merecido?
—Eso no le incumbe —espetó, haciendo que yo volviera a reír—. Tengo que tomarle la tensión —agregó, colocándome el tensiómetro en el brazo.
¡Dios! fue un momento realmente incómodo, nuestros cuerpos estaban separados por muy poca distancia.
Él detuvo su mirada varias veces en mi rostro, sus largas pestañas negras me tenían hipnotizada, así que debí parecer una tonta en ese instante.
«¿Qué diablos estás haciendo Melissa?»
«No estarás pensando que el Dr. Antipatía es guapo ¿verdad?»
—¿Qué pasa? ¿¡Tengo monos en la cara o qué!? —pregunté al sentirme observada.
Me dio la leve impresión de que estaba a punto de sonreír, pero al final no lo hizo.
—Está muy pálida. —«¡Melissa, por el amor de Dios tranquilízate o se va a dar cuenta que estás nerviosa!»—. ¿Se siente bien? —añadió, quitándome el tensiómetro y tomando nota.