Mi Dulce Doctor

*9*

MELISSA

 

Me incorporé con cuidado de la cama y observé cada recoveco de la habitación, era increíble el silencio que existía en ese lugar por las tardes. Percibí el frío en mis pies, cuando estos tocaron el suelo, coloqué las manos en mi cintura, y arqueé la espalda tratando de relajarme. Me dolía el cuerpo de tanto estar acostada, y es que después de semejante espectáculo que había hecho días atrás, mamá me había prohibido levantarme de la cama.

Carol decía que era normal que vomitara, y supuse que también sería normal que en algún momento se me cayera el cabello, las cejas, las pestañas y quién sabe qué otras cosas. Los médicos nos aseguraron que con ese medicamento los efectos secundarios serían mínimos, pero con esas cosas nunca se sabe, un día estás bien, y al otro ya no.

Caminé hasta la ventana, abrí las cortinas y miré a través del cristal; había un hermoso jardín en la parte trasera del hospital. El lugar estaba lleno de robles y rodeado de todo tipo de plantas y flores, sin duda estaba bien cuidado. Divisé a algunos empleados sentados bajo la sombra de los árboles, y no sé porque razón, comencé a buscar el rostro de mi doctor.

«De seguro anda con su Anastasia Romanov del brazo»

Negué con la cabeza, decepcionada al no encontrarlo.

«Bueno y a ti qué diablos te importa lo que haga o deje de hacer ese doctor, es cierto que está guapo, pero es un antipático»

Sin dejar de contemplar el jardín, recordé lo que había pasado días atrás. Había sido tan extraño verlo así, su mirada siempre solía ser fría, pero ese día se tornó más bien triste, como si algo lo perturbara.

Carol no me quiso decir nada, pero era seguro que algo le pasaba. Se suponía que los médicos deberían estar acostumbrados a ver esa clase de cosas ¿no? , así que no entendía el porqué de su actitud.

Durante esa semana lo había visto solo un par de veces. Entraba, me tomaba la tensión— que como imaginarán estaba bastante alta cuando él estaba cerca de mí—, o se limitaba a hacerme su peculiar cuestionario de preguntas que consistía en: ¿Cómo estás?, ¿qué malestar has presentado?, ¿tienes dolor?, y acto seguido escribía las respuestas en sus notas.

Jamás habíamos tenido una conversación de verdad, me refiero, una como seres humanos. Yo solo era un caso más para él.

Divisé a una pareja de pie, apoyada en el tronco de un árbol; estaban tomados de la mano, se reían, y en ocasiones se daban pequeños y sutiles besos en los labios. Dejé escapar un suspiro y me pregunté, qué se sentiría que alguien te amara. Recordé que antes de que me enfermara me gustaba un chico, su nombre era Evans Campbell, pero él jamás me prestó atención.

Decepcionada, cerré las cortinas y divisé las pálidas paredes de mi habitación, las detestaba. Mi vida siempre había estado llena de colores, y ese lugar tan sombrío, solo acrecentaba más mi pesar. Me hacía mucha falta pintar, sentir la textura húmeda del óleo sobre mis dedos y echar a andar el pincel sobre el lienzo. Pensé que si tuviese la oportunidad me gustaría pintar esas paredes en otro tono, así mi vida no se sentiría tan gris.

—¿Qué haces levantada, Mel? —protestó mamá, entrando a la habitación —. Te dije que tenías que descansar.

—Estoy bien, mamá —contesté.

Mamá siempre tenía la manía de sobreprotegerme y no la culpaba, ella tenía todas sus esperanzas puestas en mí, ya que según ella, su primera hija no fue más que una ingrata.

Se sentó en el sillón y se recostó cerrando los ojos, pobre, debía de estar tan cansada de dormir en esa cama tan estrecha. Abrió los ojos nuevamente cuando escuchó su celular repicar, lo tomó entre sus manos y comenzó a leer el mensaje.

—¿Qué pasó? —quise saber, cuando noté una mueca de preocupación dibujarse en su rostro.

—Max, tiene fiebre —repuso, escribiendo un nuevo mensaje de texto—. ¡Le dije a Angie que no lo dejara jugar con agua! —se quejó.

—Ve a verlo —le aconsejé—. Necesita a su mamá, pasa esta noche con él.

—No te puedo dejar sola, Mel, no estás bien.

—Él te necesita más que yo —aseguré, tratando de hacerla cambiar de opinión—. Además, ya tengo dieciséis años, sé cuidarme sola.

—Eres una niña todavía —replicó.

—Estaré bien —insistí—. Ve a cuidar a tu hijo.

Ella tomó una respiración profunda, estaba indecisa.

—Hablaré con Carol, vamos a ver que piensa ella. —Se levantó del sillón y salió de la habitación.

Aproveché el tiempo que se ausentó para volver abrir las cortinas y contemplar nuevamente aquel nostálgico jardín. Casi se me detiene el corazón cuando mis ojos se encontraron con el níveo rostro de mi doctor, estaba sentado en un banco, leyendo.




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