DAWSON
—¡¿Disculpa?! —protesté, confrontándola—. La que se atravesó fuiste tú.
Ese día había comenzado mi labor de «relacionarme con un paciente», así que Carol me había asignado el caso de la habitación treinta; un anciano con cáncer de próstata metastásico, que se había empeñado en golpearme y escupirme en diferentes ocasiones. Definitivamente no era mi día, y para colmo de males, casi atropellaba a una chica en mitad del estacionamiento.
Apenas me deshice del casco, comencé a escrutarla; era de mediana estatura, complexión delgada y tenía el cabello recogido en una coleta desprolija. Como resultado de la impresión, su tez se tornó pálida y sus labios quedaron ligeramente abiertos.
—Te conozco ¿verdad? —inquirí, dubitativo. Su rosto se me hacía familiar, pero no sabía de dónde, así que comencé a explorar en mi memoria—. Claro... —añadí, asintiendo—. Tú eres la chica de la habitación veintitrés, pero... ¿¡Qué rayos estás haciendo afuera!?
—No... —aseguró, negando con la cabeza—. Está equivocado.
Comenzó a caminar hacia la salida, evitándome, así que no me quedó de otra que aparcar la moto y correr tras de ella. Como el estacionamiento era bastante amplio, la alcancé antes de que saliera.
—¡Espera! —espeté, jalándole por el brazo y obligándola a que mirara. Sus ojos se abrieron en su máxima expresión y sus labios, formaron una línea recta, estaba furiosa—. ¡No puedes salir del hospital! —exclamé.
—¡Suélteme! —exigió, liberándose de mi agarre—. No sé de qué está hablando, creo que me está confundiendo con alguien más.
—¡Mira niñita! —le increpé—. No soy ningún idiota, conozco a mis pacientes y tú eres una de ellos.
—¿Sí? —cuestionó, colocando sus manos en la cintura—. A ver, si según usted, soy su paciente, dígame cómo me llamo ¿eh? —Sabía que era la chica que había visto vomitando, pero no lograba recordar su nombre —. Lo sabía... La mayoría de los médicos son iguales —afirmó, retomando su camino.
—¿Acaso no te dijeron que está terminantemente prohibido salir del hospital, mientras dure el tratamiento? —grité, ella me ignoró— ¡Pues bien! ¡Después no digas que no te lo advertí!
Apreté el puente de mi nariz, mientras miraba el asfalto, y giré mis talones para marcharme. Di algunos pasos, pero al final me detuve, y no sé por qué razón fui tras de ella nuevamente.
—Tienes que regresar —insistí, llevándole el paso—. Puede ser riesgoso, ni siquiera llevas el cubre boca. Además, con las quimioterapias tus defensas bajan, está haciendo mucho frío y te puedes enfermar.
—No voy a regresar, ya se lo dije. Estoy cansada de estar encerrada en ese lugar, siento que me estoy ahogando en esas cuatro paredes. —Se detuvo, fijó sus ojos en mí, y me confrontó—: ¡Necesito respirar otro aire! ¿Por qué no lo comprende?
—Si alguien descubre que no estás en la habitación, perderás el subsidio que te da el hospital, y no podrás continuar con el tratamiento —dije, en un intento por hacerla reflexionar.
El Saint Rosemary Research Hospital a pesar de que era un hospital privado y en mi opinión bastante costoso, subsidiaba la mitad del pago de los tratamientos, en lo que se refería a ensayos clínicos, enfermedades extrañas o casos excepciones, para su respectiva investigación, siempre y cuando los pacientes acatarán los términos que se les imponían.
—¿Y eso a usted qué le importa? —cuestionó, eso mismo me lo preguntaba yo.
—¡Vaya! —reí, enredando los dedos en mi cabello—. Para ser tan chiquita, eres bastante obstinada. En eso te pareces a mí.
—¡Bah! No creo parecerme a usted en ningún aspecto, no soy tan antipática. —Al escuchar aquellas palabras, dejé de sonreír, y percibiéndolo, ella añadió—: Mire, mejor váyase. ¡Déjeme en paz! Y no se preocupe, regresaré temprano, no se me olvida que estoy enferma.
Permanecí inmóvil, mientras ella continuaba su camino y no pude evitar que se me escapara una sonrisa. Introduje las manos en los bolsillos de mi chaqueta y fui de regreso al estacionamiento. Me subí a la moto y cuando estaba a punto de colocarme el casco, sentí unas tibias manos posarse sobre mis ojos.
—¿Adivina quién soy? —susurró una chica, no me fue difícil saber de quién se trataba, pues su delicioso perfume a lavanda la delató.
—Anastasia —afirmé, esbozando media sonrisa, y acto seguido, ella me dejó ver su encantador rostro de porcelana.
—No te vi en todo el día ¿dónde te habías escondido? —preguntó, divertida.
Anastasia y yo habíamos salido un par de veces durante esa semana, y aunque no nos habíamos dicho nada directamente, ambos sabíamos que existía una atracción entre nosotros.
—Disculpa, lo que pasa es que he tenido demasiado trabajo.
—No te preocupes, te entiendo. También estuve muy ocupada, por eso hoy no pasé a verte —explicó, obsequiándome una sincera sonrisa—. Pero qué te parece si aprovechas y me llevas hasta mi casa ¿sí?
—Por supuesto, hermosa —contesté, Anastasia vivía cerca del hospital, en una pequeña casa que había alquilado, así que en menos de cinco minutos la dejé allí.
Todo estaba listo para volver a mi casa, si no fuese porque mi conciencia no me lo permitió. No podía dejar a esa chica merodear por esas calles solas, a esas horas de la noche era muy peligroso, así que di una vuelta en U y me regresé.
Inspeccioné algunas calles cercanas al hospital, pero no la vi, así que opté por ir más lejos. Disminuí la velocidad intentando encontrar su rostro en algunas de las personas, pero fue en vano.
«¿Dónde pudo haber ido?»
Recordé una pequeña plaza que quedaba en los alrededores, di una vuelta, y me fui en esa dirección, pero tampoco la encontré. Retomé el camino al hospital a ver si por casualidad había regresado a su habitación, y fue entonces cuando la divisé. Aumenté la velocidad y frené bruscamente causándole sorpresa, ella dio un respingo.
—¿Sabías que el acoso es un delito? —manifestó.