MELISSA
Deslicé mi pierna izquierda sobre la motocicleta, hasta quedar sentada. Cada partícula de mi cuerpo se estremeció al percibirlo tan cerca, y aunque lo intenté, me fue casi imposible disimular mis nervios.
«Vamos, Mel, no mires sus brazos fuertes, ni ese cabello negro revuelto. No te quedes absorta detallando la forma que tienen sus labios, ni mucho menos te detengas en la curva de sus pestañas»
—Sujétate —me ordenó.
Nerviosa, arrastré mis manos por dentro de su chaqueta y entrelacé mis dedos aferrándome a él, con la misma fuerza con la que me aferraba a la vida.
Me apoyé en su espalda e inhalé su perfume; era sutil y con un toque de almendras. Cerré los ojos para comprobar que aquello no fuese un sueño y esbocé una sonrisa.
—¿Melissa?
—Mmm...
—Me estás apretando demasiado.
¡Qué vergüenza!
«¡Trágame tierra y escúpeme en Dubái!»
—Lo siento... —titubeé, soltándome súbitamente de él.
—No te preocupes, solo no me aprietes demasiado —susurró, notando lo apenada que estaba.
Volví a sujetarme de él, pero esa vez medí bien la intensidad de mi fuerza.
Cuando por fin tomamos carretera, me quedé admirando la luna en cuarto menguante que se dibujaba en el firmamento; desde hacía unos meses me sentía como ella —mostrando solo una parte de mí—, tratando de sonreír frente a todos, y ocultando el dolor en mi corazón.
Apoyé mi cuerpo sobre su espalda, mientras mi respiración inquieta se comenzaba a estabilizar, junto a él me sentía segura y protegida.
Nos comenzamos a alejar de la ciudad, y en menos de media hora nos detuvimos en la orilla de la carretera.
—Es aquí —señaló. Me deshice del casco y contemplé lo que nos rodeaba; una serie remolques en los que vendían toda clase de comidas, un pequeño terreno que funcionaba como estacionamiento improvisado, y una docena de personas conversando—. Ya puedes bajarte.
Hice lo que me pidió, pero cuando mis pies tocaron el suelo, perdí el equilibrio; como un acto reflejo, él sujetó mi mano con firmeza.
—¡Cuidado! —exclamó.
«¡Ay, por Dios!»
—Gracias... —titubé, soltándome de su agarre.
Dawson bajó de la motocicleta y le dio un vistazo al lugar. Unos segundos después apareció un chico que hacía las veces de un valet parking, y tras cruzar algunas palabras con él, este le entregó la moto para que la asegurara.
—Tenemos que caminar —indicó, y comenzó a andar sin esperarme.
—¡Espera! ¿A dónde vamos? —pregunté, mientras corría tras de él, pero como siempre me ignoró. «¡Pero este será que es sordo!». Llegamos a un sendero pavimentado, cuyo camino estaba decorado con arcos, flores y pequeños arbustos, e iluminado por altos faroles—. ¡Eh! ¿Por qué no me respondes? —le grité, llevandome una gran sorpresa, cuando salimos de allí.
—¡Oh por Dios! —Di un pequeño gritico y me llevé las manos a la boca. Contemplé la impresionante vista, sin salir del asombro; todo el paisaje iluminado de Saint Rose se podía ver desde allí —. ¡Esto es bellísimo!
Él dibujó media sonrisa.
—Me gusta venir aquí cuando quiero respirar un aire distinto —comentó, acercándose a mí—. Eso era lo que querías ¿no?
Asentí, sin dejar de admirar aquel espectáculo.
—Creo que puedo ver el hospital desde aquí —bromeé, él negó con la cabeza—. Sí, creo que es aquel —agregué, señalando con mi brazo hacia el paisaje.
—Ven, vamos. —Hizo un ademán con la mano para que lo siguiera.
Nos alejamos un poco de las personas que también disfrutaban de la vista y nos sentamos en un banco de color verde.
—Gracias por traerme a este lugar —musité, observando el cielo tachonado de estrellas —. Esto es una obra de arte, me encantaría algún día venir a pintar aquí... ¡Mira! —exclamé, apuntando con mi brazo hacia arriba, ambos vimos un trazo de luz que se dibujó en el firmamento —. ¡Una estrella fugaz!
—¿Qué haces? —preguntó, cuando me vio cerrar los ojos.
—Pedía un deseo —contesté, una vez los volví a abrir—. No sabes que cuando ves una estrella fugaz debes pedir un deseo ¿eh?
—No creo en esas cosas, son tonterías —repuso, tornando su mirada turbia—. ¿Cómo es que una estrella fugaz puede concederte deseos? —cuestionó—. Son solo partículas que viajan a toda velocidad, y que al hacer contacto con la atmósfera de la tierra se queman por la fricción, y producen ese trazo luminoso que vimos.
—¡Vaya! —exclamé, divertida—. Hablas como mi profesor de ciencias.