Mi enemigo es el Vecino

Capitulo 1

El escenario del Conservatorio Superior de Madrid olía a resina y a años de tradición. Este suelo lo sentía mío; llevaba desgastando puntas en España desde que tenía seis años, pero hoy los focos quemaban más que de costumbre.

​Frente a mí, el jurado. Tres sombras que conocían cada uno de mis pasos desde que era una niña en la escuela básica. No podía permitirme ni un titubeo.

​La música arrancó y mi cuerpo tomó el control.

​Cada arabesque era una declaración de propiedad. No bailaba para ellos, bailaba para soltar la tensión que William me provocaba cada vez que se cruzaba en mi pasillo con esa sonrisa de "dueño del mundo". Si él creía que el fútbol era pasión, no tenía ni idea de lo que yo era capaz de hacer sobre un escenario.

​Me elevé en un grand jeté, sintiendo que el aire de Madrid me sostenía. Mi técnica era pura disciplina española, pero el fuego que ponía en cada giro era nuevo, salvaje, provocado por ese vecino que me sacaba de mis casillas.

​Al terminar, el silencio del auditorio fue absoluto.

​—Natalie —dijo la directora, bajando sus gafas—. Llevas aquí toda la vida y nunca te había visto bailar con tanta... agresividad. Casi pareces otra.

​—He dejado de bailar para complacer, directora —respondí, intentando que no se notara el temblor de mi pecho—. Ahora bailo para ganar.

Agradecí y recogi mis cosas.

​—¡Ey, mi princesita! —exclamó él, alzando la mano para llamar mi atención—. Venga, mueve tus pies de cisne al coche, que tengo birria y voy tarde.

​No me sorprende. Mamá siempre dice que viene ella y, en lugar de eso, me manda a este orangután.

​—No tenías que venir, así que no es mi puta culpa que vayas tarde —le solté en cuanto estuve lo suficientemente cerca.

​—Vaya, estás de mal humor. ¿Qué, no pasaste tu audición o cómo? —preguntó con esa sonrisa de suficiencia que tanto odiaba.

​—No es tu puto problema —dije subiéndome al coche, viendo que estábamos llamando mucho, en exceso, la atención.

​Él soltó una carcajada mientras rodeaba el capó y se sentaba al volante. Me repasó con la mirada de arriba abajo antes de arrancar.

​—Espero que no bajes así vestida a la birria.

​—¿Y qué hago? —exclamé—. Si no traigo ropa... Pensé que iba para casa y ya me cambiaba

​—Joder con tu puto genio, princesita.

Odio ese estúpido princesita.

​—Que te den.

​—Vaya, la única manera de que te salga el acento es para insultarme —comentó él, metiendo primera y saliendo del estacionamiento a toda velocidad.

​—¿Qué más quieres? —Me encogí de hombros, ignorando el calor que empezaba a subirme por el cuello.

​—En mi bolsa hay una camisa, te va a quedar grande pero la puedes usar.

​—No voy a ser de esas estúpidas chicas en las gradas con la camisa de su novio —sentencié.

​—Primero: no eres mi novia. Segundo: deja de quejarte y toma la jodida camiseta.

​Rechistando, me estiré para buscar la prenda en el asiento trasero. Era enorme, olía a él y a suavizante. Me la coloqué por encima del tutú con dificultad, sintiéndome ridícula.

​—¿Qué hago con el tutú? —le pregunté, forcejeando con las capas de tul bajo la tela de la camiseta.

​—Quítatelo. Atrás dejaste una falda el día de aquella fiesta.

Aquella fiesta. El recuerdo me golpeó como un rayo, haciendo que mis mejillas ardieran al instante.

​—La puta madre, William —exclamé, sintiendo el latido de la sangre en mis sienes—. No me mires y conduce.

​Él me lanzó una mirada de reojo, lenta y cargada de una arrogancia peligrosa.

​—Ni que hubiera algo que no hubiera visto ya.

Me cambié y me coloqué las botas de pelusa que llevaba por mi cambio de zapatillas de punta.

El chirrido de los neumáticos contra la grava del aparcamiento fue el punto final a nuestro silencio tenso. El complejo deportivo estaba iluminado por focos amarillentos que hacían que el sudor y el césped brillaran a lo lejos.

​—Llegamos, princesita. Intenta no deslumbrarlos con tu elegancia —se burló William, apagando el motor.

​Me miré en el espejo retrovisor y quise morir. Llevaba su camiseta tres tallas más grande, que me tragaba por completo, y la falda de "aquella fiesta" que apenas lograba cubrirme las nalgas. Parecía cualquier cosa menos una profesional del ballet.

​—Te odio —mascullé, abriendo la puerta.

Ya afuera, me arremangue la camisa para tratar de darle algo de estilo.

​En cuanto mis pies tocaron el suelo, el ambiente cambió. Un grupo de tíos con la equipación del equipo local se detuvo en seco al vernos bajar del mismo coche.

​—¡Hostia, William! —gritó uno desde la entrada, soltando una carcajada—. ¿Desde cuándo traes a la vecina a los partidos? Y lo mejor... ¿por qué lleva tu ropa, cabrón?

​Sentí que el rubor, ese que tanto me había costado aplacar en el coche, regresaba con una fuerza violenta. William, lejos de incomodarse, rodeó el capó con esa calma exasperante y me pasó un brazo por encima de los hombros, apretándome contra su costado. El calor de su cuerpo atravesó la fina tela de su propia camiseta.

​—Es que la pobre no tiene nada que ponerse, ¿verdad, Nat? —respondió él hacia sus amigos, divertido por mi evidente humillación—. Se ha quedado sin ventanas y ahora parece que también sin armario.

​—Quita tus manos de encima, orangután —susurré entre dientes, intentando zafarme, pero él solo apretó más el agarre mientras caminábamos hacia las gradas.

​Todos los ojos estaban puestos en nosotros. Las chicas que estaban sentadas en la primera fila me recorrían con la mirada, analizando la camiseta de William sobre mi cuerpo como si fuera una declaración de guerra. Y lo peor de todo es que, por un segundo, la forma en que él me sujetaba me hizo sentir una chispa de algo que no era precisamente odio.

Como lo odiaba al imbecil.

Lo acompañe a los vestidores y me quede a un lado de las taquillas alado de ellas, revisando mi teléfono hasta que sonó.




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