La luz de la mañana entraba a raudales por la ventana del departamento, bañando la sala con un tono dorado que hacía parecer todo más tranquilo de lo que realmente era. El despertador de Camila había sonado dos veces, pero ella seguía bajo las cobijas, disfrutando del calor y de esa breve sensación de calma antes de enfrentar el día.
Claro, hasta que escuchó un ruido en la cocina.
Un choque metálico, seguido de un “¡ay, no!” que, por supuesto, solo podía pertenecer a Julián.
—¿Qué hiciste ahora? —preguntó Camila, saliendo de la habitación con el cabello todavía desordenado.
Julián, con el delantal mal puesto —claramente un intento fallido de parecer organizado—, se volteó hacia ella con cara de culpable. En la mesa había una tostada medio quemada, una taza de café a punto de derramarse y un cuchillo que milagrosamente no había caído al suelo.
—Estoy… innovando el desayuno —dijo, levantando la mano como si estuviera a punto de dar una clase magistral—. Huevos revueltos a lo “chef Julián”.
Camila lo miró con una mezcla de resignación y diversión.
—Más bien parece un campo de batalla.
—Los grandes inventos siempre parecen un desastre al inicio.
Ella suspiró, pero no pudo evitar que se le escapara una sonrisa. Tomó el cuchillo, apartó la taza de café antes de que se volcara y comenzó a arreglar un poco la escena.
—Deberías dejarme encargarme del desayuno —murmuró mientras encendía la hornilla de manera correcta—. Si seguimos a este ritmo, un día incendias el departamento.
—Ah, pero admitelo: sería una gran anécdota para contarles a tus amigas. “Sobreviví a mi ex incendiando mi cocina”.
Camila lo miró de reojo. Esa capacidad de Julián para convertir cualquier cosa en un chiste le sacaba de quicio… y al mismo tiempo la desarmaba.
El desayuno, al final, salió decente. Entre bocados, el ambiente se volvió más relajado, casi íntimo. Julián se apoyó en el respaldo de la silla, observándola con esa mirada que parecía leer más de lo que debía.
—Estás rara hoy —comentó.
—¿Rara cómo?
—No sé… más pensativa. Como si estuvieras masticando algo más que pan.
Camila bajó la vista. No podía decirle que las palabras de sus amigas en el café la habían estado rondando toda la noche. “Te ves contenta, Cami, y es por él.” Había querido negar, pero en el fondo sabía que algo se movía dentro de ella.
—Estoy normal —contestó finalmente, cortando la conversación con un tono seco.
—Claro… normal —repitió él, con una sonrisa torcida.
Ese “claro” la irritó más de lo que debería. ¿Cómo podía seguir con esa confianza de siempre, como si todavía conociera cada rincón de su mente?
Más tarde, cada uno se ocupó de sus cosas. Camila tenía clases en la universidad y Julián salía a su trabajo de medio tiempo. Se cruzaron en la puerta y él, con gesto despreocupado, le alcanzó su mochila antes de que ella la tomara.
—Olvidas siempre la botella de agua —dijo, como si fuera algo insignificante.
Camila se quedó quieta unos segundos. ¿Cómo podía recordar aún ese detalle? Era algo que solo él, cuando estaban juntos, solía señalar. Un nudo se formó en su estómago.
—Gracias —dijo en voz baja, intentando sonar indiferente.
La universidad transcurrió entre clases y apuntes. Sin embargo, lo más llamativo del día fue encontrarse con Leo otra vez. Él la saludó con esa mezcla de simpatía y picardía que lo caracterizaba.
—¿Qué tal, Camila? —preguntó, caminando a su lado.
—Bien, ¿y tú?
—Sobreviviendo, como siempre. Por cierto… Julián me habló de que se mudaron juntos. Eso debe ser interesante.
Camila parpadeó.
—¿Interesante? Esa es una palabra ligera para lo que realmente es.
Leo rió.
—Sí, me lo imagino. Él no cambia, ¿no? Sigue siendo igual de fastidioso.
—Y de desastroso —añadió ella, con un suspiro.
Pero lo dijo sonriendo, y ese detalle no pasó desapercibido para Leo.
—¿Ves? Sonríes cuando hablas de él. Eso ya dice demasiado.
Camila lo miró, ofendida y nerviosa al mismo tiempo. ¿Acaso todos alrededor iban a notar lo que ella estaba intentando esconder?
Cuando regresó al departamento, la tarde se deslizó con lentitud. Camila intentaba ordenar su habitación mientras Julián, en la sala, lidiaba con un manual para armar un estante. Cada tanto, un golpe sordo y un “¡por qué no encajas, maldito tornillo!” se escuchaba.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Camila desde la puerta.
—No, gracias. Esto es cuestión de orgullo masculino.
Ella arqueó una ceja.
—Orgullo masculino… hasta que termines sin un dedo.
Al final, no resistió y se sentó en el suelo a ayudarlo. El estante avanzó entre risas, burlas mutuas y pequeños roces que parecían inocentes, pero dejaban huella. Cuando los dos se levantaron al terminar, sus manos se toparon otra vez. El silencio llenó el espacio.
—Buen trabajo —dijo Julián, sin apartar la mirada.
Camila asintió, pero se alejó de inmediato, fingiendo buscar un libro para distraerse.
Ya entrada la noche, se sentaron en el sofá a cenar algo ligero. El cansancio se notaba en los cuerpos, pero la cercanía era inevitable. La televisión estaba encendida, aunque ninguno prestaba atención.
De pronto, el celular de Julián vibró sobre la mesa. Una notificación iluminó la pantalla. Camila, sin querer, alcanzó a leer el nombre que aparecía.
Se congeló.
No era un contacto cualquiera. Era un nombre que conocía. Uno que pertenecía al pasado.
La respiración se le detuvo un segundo y un millón de preguntas cruzaron su mente. ¿Por qué esa persona le escribía? ¿Qué significaba?
Julián tomó el celular rápidamente, como si supiera que no debía dejarlo a la vista.
—Es tarde —dijo, intentando sonar natural—. Mejor nos vamos a dormir.
Pero la semilla ya estaba plantada. Camila no podía apartar la intriga. Y, en lo más profundo de su ser, el miedo mezclado con curiosidad ardía más que cualquier conversación pendiente.