La mañana del sábado no comenzó con un café.
Estaba frente al espejo, sosteniendo un vestido de color beige. Largo discreto, corte sencillo y un pequeño escote; parecía hecho para mí. Me puse unos zapatos a juego y tomé un bolso marrón que combinaba con el color de mis ojos. El maquillaje, mínimo. Parecía que no me estaba preparando para una boda, sino para una escena de una película.
Solo que esta película nadie la está grabando.
Mamá estaba sentada a un lado, sin decir nada, solo suspirando. Sentía su miedo y su pena, disfrazados de un silencioso “gracias”. Pero nos entendíamos sin palabras. Ella era quien había mantenido mi infancia cálida, y yo le devolvía ahora lo que podía: tranquilidad.
El trayecto al registro civil pasó como en una niebla. Los eventos se fundían en un solo cuadro borroso, nada parecido a las bodas románticas de las películas. Incluso cuando estaba frente al registrador, mi mente estaba en otra parte, hasta que una voz rompió el silencio:
—Señorita Eva, ¿acepta tomar como esposo al señor Artem?
—¡Eva! —susurró el hombre a mi lado con un siseo.
Me estremecí.
—Sí… acepto.
Le hicieron la misma pregunta a él, firmamos, y así, oficialmente, éramos marido y mujer. “Sellen su unión con un beso”, dijo la mujer detrás del escritorio.
Artem se inclinó con confianza, sin dudar, como si nos conociéramos de siempre y nos amáramos. Sus labios tocaron los míos y sentí… presión. No ternura, no emoción. Una exigencia. Como si hubiera puesto una marca sobre mí: “Mía”.
Me aparté, desconcertada, asustada por mi propia reacción.
—Si sigues poniéndote tan nerviosa, arruinaremos el espectáculo —murmuró—. Ni siquiera yo me creeré este cuento de hadas.
—Bueno, disculpa, no soy actriz. Y, afortunadamente, no necesitas que yo crea en esto —repliqué con brusquedad.
Él apartó la mirada y le hizo un gesto a Oleg, que estaba recogiendo los documentos.
—Iremos al restaurante esta noche. Tienes que acostumbrarte a mí. Pasado mañana hay una reunión con un socio. Todo debe parecer creíble. Hoy te mudas a mi casa. Solo estaremos yo, mi hermano y el personal. Mi madre está en el extranjero.
—Casi siempre está allí —añadió Oleg con una leve sonrisa. Su presencia me tranquilizaba. Al menos él seguía siendo humano y cálido, a diferencia de su hermano mayor, en quien cada movimiento destilaba un brillo metálico. Artem era atractivo, exitoso… e impenetrablemente frío. Como una estatuilla de platino.
—Y gracias a Dios —agregó Artem—. Que no esté aquí significa menos engaño. Solo nosotros tres sabemos la verdad. ¿No has olvidado el acuerdo de confidencialidad?
—No.
—Entonces, listo. Ve, recoge tus cosas. El conductor pasará por ti en dos horas. Esta noche regresaremos. ¿Tienes algo que decir?
Bajé la voz.
—Solo… gracias. Por Sergiy. Yo… no habría soportado que él… se quedara así. A los dos, les estoy agradecida.
—El dinero ya está en la cuenta. Una parte desde esta mañana. El resto, hace poco. Esto es negocio. Tú cumples tu parte, yo cumplo la mía. Si necesitas algo más, avísame.
Asentí. Sin palabras.
Y justo entonces salimos a la calle, donde se detuvo el primer coche amarillo.
—¡Taxi! —grité automáticamente, bajando de la acera. Y… me quedé paralizada.
El chirrido de los frenos desgarró el aire. Un coche rojo venía directo hacia mí, un punto ciego en el asfalto. Mi cerebro no alcanzó a dar la orden de correr. Me quedé allí, como si estuviera pegada al suelo. No era miedo, era algo peor. Desesperación.
“Si me atropellan ahora —pensé fugazmente—, no habrá tratamiento. Todo habrá sido en vano. Sergiy…”
Y entonces, un tirón. Una mano. Fuerza.
—¿Estás completamente loca? —rugió Artem, arrastrándome hacia el borde de la acera.
Me quedé allí, como una tonta, pegada a su pecho. No me abrazaba, me sostenía, como si fuera una presa. La presión de sus dedos quemaba insoportablemente, como si un adorno en mi mano se hubiera calentado al rojo vivo.
El anillo…
Un zafiro rodeado de diamantes. Caro, impecable. Frío, como el propio Artem. Y no un símbolo de amor, sino una cadena.
—Todavía no. Pero todo está por venir —susurré, intentando liberarme.
Me soltó.
—Basta de vagar en tus fantasías. Casi me quedo viudo. ¿Qué te pasa? ¿Es una fobia a las carreteras o una antipatía personal hacia los semáforos?
—Quería conocer a un hombre atractivo —respondí apenas audible, escondiendo el pánico detrás de la ironía.
—Y ya estás casada. Basta de conocer a nadie. Lo prohíbo. No tengo tiempo para enterrar a una esposa que fue atropellada por un coche.
—¿Tal vez no debiste salvarme antes de la boda?
—No me provoques. Si me pones nervioso, te atropellaré yo mismo.
Lo dijo con calma, casi con ternura, y avanzó sin esperar.
—Sígueme. Yo mismo te llevaré, y luego te pondré un guardia, no sea que te destruyas sola —me lanzó sin mirar atrás.
Caminaba detrás de él, esforzándome por seguir su ritmo.
Y de repente me di cuenta de lo absurdo que era todo esto: yo, la esposa oficial de un hombre con quien ni siquiera comparto espacio. ¿Ahora tendré un guardia? ¿De quién? Y… ¿cómo voy a explicar esto en el trabajo?
Es gracioso.
O aterrador.
Aún no lo he decidido.