—Feliz, tan fresca como una lechuga —cada mañana siempre respondía de la misma forma a sus compañeros de universidad.
Pero la realidad era contraria a eso. Amelia literalmente tenía un infierno en vida. Estudiaba todas las mañana, para después trabajar hasta la noche en un local de comida de un servicentro. Y de noche trabajar como guardia de seguridad. Para llegar a casa a la madrugada a estudiar e ir a la universidad.
Sus horas de sueño se reducían a un par de horas al día. Cinco horas de sueño los fines de semana. Pero ese exceso de sacrificio la estaba matando. Ya no lo soportaba.
Pero, ¿qué opción tenía?
Sus padres, pese a tener una muy buena situación económica, no la ayudaban en nada. Ni en el arriendo de su pequeña habitación, ni en las matrículas, ni mensualidades. Y eso era porque supuestamente era la oveja negra descarriada de la familia. Por boca de su prima, de la joven y educada mujer que todos admiraban por ser todo lo contrario a Amelia.
¿Quién no creería en las palabras de aquella dulce mujer?
Si decía que había visto a Amelia bebiendo en un bar acompañada de un grupo de hombres, nadie la dudaba. Aun cuando en la realidad Amelia trabajaba en esa ocasión como mesera en una pequeña cafetería, donde ni siquiera se vendía alcohol.
Si contaba haberla visto caminar borracha por las calles, todos le creían. Aun sin saber que debido al agotamiento físico, Amelia se sentía mareada y tuvo que ser hospitalizada por anemia.
Pero la palabra de Dánae, su prima, tenía más peso.
Aunque en un principio intentó defenderse, nadie creía en ella. Y con el tiempo, obviamente, se cansó de intentar corregir las mentiras de su prima porque ni siquiera sus padres tenían fe en sus palabras.
Aun así, Amelia sí sabía una cosa. Si seguía con este ritmo de vida tarde o temprano terminaría por morir joven.
—Tu cuerpo parece ser el de una mujer sobre los cincuenta años —le dijo el médico luego de chequearla debido a que se desmayó en la universidad—, deberías preocuparte de tu salud, aún eres muy joven.
—Viviré hasta donde tenga que vivir —respondió recibiendo la receta de remedios que no podría comprar.
El hombre movió la cabeza ante la indiferencia de la joven mujer. Trabajaba hasta la agonía, estudiaba hasta el amanecer, estaba consciente que un día no volvería a despertar de su cama.
Pero un día todo fue diferente a lo usual. Estaba a punto de entrar a su universidad cuando un auto se detuvo frente a ella, y unos hombres vestidos de negro, como de esas películas de gánster, la tomaron de los brazos y sin decirle nada la metieron dentro de un auto.
No reaccionó hasta darse cuenta de que el vehículo se puso en movimiento, se abalanzó a las puertas dándose cuenta de que estaban cerradas sin que pudiera abrirlas, luego a las ventanas que tampoco se movieron.
—¡Auxilio, me secuestran!
En ese momento la ventada del asiento trasero se abrió de golpe.
—¿Podrías callarte? —le reprendió una mujer mayor.
Sorprendida, abrió los ojos sin creer que su propia madre esté secuestrándola.
—¿Madre? ¿Qué pasa?
—Tu padre acaba de obligarse a negociar, estamos a punto de quebrar.
Amelia tensó la mirada, eso era esperable, un par de viejos que despilfarraban dinero en cada tontería que se le ocurría a su prima, un día iban a terminar en la calle y sin un peso. Eso se lo advirtió, pero, ¿quién escucharía a la oveja negra de la familia?
Sonrió con sarcasmo.
—No tengo dinero, así que no sacan nada con secuestrarme.
—¡Pequeña mocosa grosera y tonta! ¿Crees que perdería mi tiempo en secuestrarte? Sé que vives en la miseria, que debes trabajar en dos lugares y aun así apenas logras mantenerte.
Dolió escucharla, hablar así, es su madre, y sabiendo sus dificultades nunca hizo nada por ayudarla.
—¿Sabes que me desmayé hace unos días en la universidad?
—Lo sé.
—¿Qué mi condición médica es tan mala que mi vida ya se ha acortado en veinte años?
—Merecido lo tienes.
—¿Qué clase de madre sin corazón eres?
No hubo respuesta, la mujer se giró ignorándola. Amelia en vano espero escucharla, arrepentirse de no haber tratado a su hija con un mínimo de consideración. Pero aun así, nada explica por qué la subieron tan rudamente al auto y la están llevando a un lugar que desconoce.
—¿Entonces qué planean?
—Tu padre te vendió, a uno de sus socios, necesitan una esposa para su hijo para que su abuelo, que está muy enfermo, pueda cumplir con su sueño de verlo casado antes de morir, solo debes fingir estar casados y listo.
—Ah, ok... —cruzó los brazos con tranquilidad para luego lanzarse contra las ventanas—, ¡¿Estás loca, mujer?! ¡Auxilio, me secuestran, me quieren obligar a casarme!
—¡Deja de gritar así! ¡Y soy tu madre, no me llames "mujer"!
—Detén el auto y deja que me baje, fingiremos no conocernos, tal como lo hemos hecho toda la vida. Tú seguirás con tu vida besando el suelo de la tonta de Dánae y yo agonizando con mi difícil vida.
—Sabía que cuando eras niña y te caíste de cabeza tarde o temprano yo pagaría por ese descuido —la mujer se llevó las manos a la frente—. No te quejes tanto, tu novio será viejo y con retraso, pero tiene dinero. Vivirás una vida cómoda hasta que el anciano fallezca o quién sabe si tu futuro esposo quiera mantenerte a su lado.
Amelia, que seguía golpeando las ventanas del auto, se detuvo en ese momento.
—¿Tiene dinero? ¿Mucho? ¿Ya no tendré que trabajar?
—Sí, pero está feo y tiene retraso mental... —suspiró la mujer, es que en verdad a quien quería esa pareja era a su sobrina Dánae, pero, ¿Cómo iban a permitir que tan delicada flor se sacrificara así por la familia? Lo bueno es que los Álvarez estaban tan desesperados por casar a su feo hijo que aceptaron incluso a la oveja negra de los Silva.
Amelia no escuchó nada de eso, su mente se quedó solo pensando en que casándose con un tipo rico podría dedicarse a vivir en su casa, usar su auto, ser alimentada, o sea, se ahorraría, arriendo, comida, y transporte. Entonces, quedándose con un solo trabajo, podría juntar dinero suficiente hasta que ese matrimonio finalizara y así tener dinero para pagar su escolaridad completa.