Mi Gata Dorada

Capitulo único

Todo comenzó días después de llegar a mi nueva casa – Decidí alejarme lo más posible del estrés de vivir en el centro de la ciudad, y luego de tanto buscar, conseguí una linda y, algo abandonada, quinta que llevaba meses en venta sin hallar un comprador. Tras unos días de negociación, Don Berilio, un humilde trabajador y dueño de la propiedad, aceptó lo que yo estaba dispuesto a darle por ella – Faltaban unos tres o cuatro días para la celebración del año nuevo, sin duda, un cambio de aires me ayudaría para empezar con buen pie el año siguiente. Como ya dije, la casa estaba algo desatendida, la fachada despintada, la hierba del jardín muy alta, las rejas de la entrada oxidadas y algunas hasta habían sido arrancadas – Aun cuando por la zona no tenía más que un vecino a unos 200 metros, no era seguro dejarla sin arreglar – Aunque eran muchos los arreglos necesarios por hacerle, decidí mudarme al día siguiente de comprar la propiedad. La primera noche fue tranquila, no había absolutamente nada haciendo algún ruido ensordecedor, los únicos sonidos que había, era el del viento chocando contra las ramas de los árboles, los grillos con su aguda melodía y, algo más distanciado, el cantar de un búho. Él aparecería en mi tercer día en la nueva casa, después del mediodía, mientras atendía el jardín lo divisé a lo lejos, un hermoso gato, casi totalmente de pelaje dorado, pero su pansa – Sí es que así se le puede llamar – era de color blanco. Con los ojos verdes y las orejas con las puntas un poco chamuscadas, tal vez de aguantar sol seguido, supongo. Seguí su caminar con la mirada, él no se había percatado de que yo estaba allí, y se detuvo cuando lo hizo, nos miramos fijamente por un minuto, quizás menos – Sabía que no debía hacer ningún movimiento brusco, pues lo asustaría, y no quería ello, era muy hermoso, perdería la posibilidad de conservarlo en casa – Con mucho cuidado, moviéndome lentamente, fui a la cocina a buscar donde servirle comida, conseguí un tazón verde, le serví un poco de la sopa de pollo que quedó de mi almuerzo, y volví al sitio donde lo había visto, para mi sorpresa, no se había ido, es más, se estaba acercando, al colocar el tazón en el suelo se acercó más rápido. Cuando estaba cerca, noté que su rostro era muy definido, daba la sensación de que estaba de mal humor, su mirada era muy fría – Pero, al mismo tiempo parecía muy adorable – Cuando comenzó a comer, me senté despacio, siempre intentando no asustarle, pero cometí el error de dejarme llevar por mis impulsos, e intenté acariciarle, él huyó al momento, me quedé viendo cómo se iba, pensando que jamás le volvería a ver, ni siquiera recogí el tazón con la sopa, si había algún perro cerca, seguro la disfrutaría. Volví a dedicarme al jardín, las rosas, blancas y rojas, estaban muy coloridas para el poco cariño que recibían, luego de hacerle casi todo el día mantenimiento a la casa, entré a tomar un descanso, comí pan y tomé un poco de jugo de naranja – Naranjas de uno de los cuatro árboles que estaban en la propiedad – Me recosté en el sillón de madera viendo en dirección a donde estaba el tazón, cuando casi me estaba quedando dormido, lo oí llegar, me desperté, no me moví, me quedé viendo como comía. Luego de estar así un rato me levanté a buscar mi cámara, y otra vez intenté acercarme, el me siguió con la mirada, yo solo me senté al frente de él, inmóvil, para que siguiera comiendo y así poder fotografiarlo. Cuando supe que era el momento justo, tomé la foto, y afortunadamente salió perfecta, pero, el sonido de la captura lo espantó, así que volvió a irse, y, nuevamente, no sabía si regresaría. A la siguiente semana, él regresaría a mí casa. El tazón, aunque vacío, seguía en el mismo lugar, por sí el volvía, seguirle dando comida allí y así volvería cada vez más seguido. Tras los primeros dos meses de ir y venir, me di cuenta que no se iba más, al menos, no tan lejos. Después de comer, iba a dormir detrás de casa, donde aún no había cortado la hierba. Eso me alegró un poco, le estaba gustando estar cerca. Busqué una buena caja, una sábana vieja y la coloqué al lado de la chimenea, ahí permanecería seco y cómodo. Para mí buena suerte, el sitio que le preparé le gustó tanto como a mí, ahora ya no se alejaría – Creía yo que así sería – Debía ponerle un nombre, y luego de pensarlo mucho, decidí llamarlo “Ginger”. Una noche, de esas en la que me recostaba en el sillón a ver las estrellas, el penumbroso cielo comenzó a iluminarse con los relámpagos que caían en una montaña lejana, y, al unísono, empezó a retumbar por los truenos – Sin caer ni una gota de lluvia – Cuando era pequeño, ese tipo de noches me aterraban, pero ya de mayor me terminaron encantando. Pero a Ginger no le gustaban tanto como a mí, estaba aterrado, luego de los primeros truenos corrió hacía mí y se acostó en mis piernas, además de esto, temblaba de frío – Estaba dejando que él se adaptara a mí a su ritmo, quizás ya confiaba en mí, solo que eso fue lo que me hizo saberlo – Comencé a acariciarlo y luego lo arropé, y poco a poco se le fue pasando el frío. Desde entonces, cada vez que me sentaba afuera a ver el cielo, él se acostaba en mis piernas. Me llevé una sorpresa días más tarde. No era un él, era una ella, y estaba embarazada – O repentinamente más gorda – Mi emoción se duplicó, tendría más gatitos – Y me extrañó pensar cómo todo cambia con el tiempo, en mi infancia, mayormente por mi padre, se me inculcó el rechazo a tal animal, porque según, portaban enfermedades y dejaban al hombre estéril. Un día, caminando por la ciudad, me conseguí en un terreno baldío una caja llena de gatos bebes, eran unos siete u ocho gatitos y por la educación que estaba recibiendo, no me conmoví por ellos y los dejé allí – Los días del parto fueron a finales de febrero, supongo, el día quince en la tarde se fue, y regresó tres semanas después, eso me hace pensar que dio a luz – Si es que se le puede llamar así al parto de los gatos – Entre los días 24 y 28 del mes anterior. Volvió con dos gatitos, uno igual a ella, el otro tenía un poco del color dorado de la madre, pero combinado con negro y blanco – El padre de los gatos era un espeluznante gato completamente negro, lo llegué a ver, o mejor dicho, a sus ojos, en una noche que llegaba tarde a casa del trabajo. Hasta ese entonces Ginger y él eran los únicos gatos que había visto en la zona – Para no cometer el mismo error con el género de los gatos, le pedí a un viejo amigo que los revisara – Cuando no estuviera Ginger cerca – Me dijo que la copia de la madre era gata, y el otro era gato, nos les puse ningún nombre, decidí esperar a que crecieran más. Creo que fue una mala decisión, pues una semana más tarde, la gatita desaparecería misteriosamente. El gatito restante fue creciendo normalmente, a los dos meses ya comía solo, y, al igual que su madre, se acostaba en mis piernas cuando me recostaba en el sillón. Decidí llamarlo Orión, como la constelación, si bien este gato no era del todo negro, me gustaba ese nombre. Ginger cazaba y le traía cada noche un ratón para que su hijo comiera – Aunque yo todos los días les daba de comer a ambos, supongo que los ratones debían estar en la dieta de Orión para crecer con normalidad – Pero la felicidad no nos duraría tanto. Como había recibido el año nuevo solo en casa, decidí ir una semana a visitar a mi familia – A ver a mi madre, a mis hermanas y a uno que otro allegado – Al volver a casa estaba solo Ginger, no me alarmé enseguida, pues Orión era un gato travieso y, sobretodo, escurridizo. Así que creí que solo estaba escondido en casa, como cada noche, después de cenar le preparé comida a los gatos. Solo Ginger comió, dejando en un lado del tazón un poco para Orión. Revisé por toda la casa, cada rincón posible, debajo de las camas, en los armarios, en el baño, hasta en el campo fuera de casa, pero no lo conseguí. Dormí poco por la preocupación, fue una noche indebidamente larga. Entonces, a la noche siguiente, aprendería algo nuevo. Los animales si hablan, y por supuesto que tienen sentimientos – Cosa que mi padre negaba rotundamente, para él los animales eran simplemente decorativos, y aun así no me dejó criar ninguno – Yo estaba empezando a cenar, recostado en el sofá de la sala mientras veía un poco de televisión, cuando escucho desgarradores maullidos fuera de casa, casi me atragantaba del susto, salí a ver que le pasaba a Ginger. Ella estaba al lado del tazón con un ratón en el hocico, sus ojos verdes estaban llorosos, dejó el ratón en el suelo y comenzó a buscar a Orión, mientras más buscaba más se desesperaba, y más triste era su maullido, el corazón se me hizo añicos, me sentí muy impotente, no podía devolverle a su hijo, seguramente era el peor dolor que podría sentir, solamente la cargué y la abracé para darle calor, al rato, luego de tanto llorar – Y yo hacerlo junto a ella – se durmió. Las siguientes noches fueron igual, con su llanto en la puerta de la sala, cada noche, poco a poco se fueron haciendo menos duraderos, de pronto los llantos pararon, supongo que por resignación, de una forma triste todo volvió a como era en el principio, pero algo mejor, ya no era una gata de calle que venía a comer, ahora era mi gata, cuando yo no la buscaba para acariciarla, ella me buscaba a mí. Cuando era hora de comer, y ella no estaba cerca, tocaba el tazón tres veces contra el suelo, muchas veces lo tocaba solo para saber que estaba cerca, cuando era así, me maullaba, como si se estuviese quejando por mentirle. Un maullido diferente llegaría a casa, yo yacía durmiendo profundamente, hasta que en la ventana de mi habitación, Ginger maulló fuerte, nuevamente era un maullido extraño, me asomé por la ventana, pero fue inútil. Era las 4:00 am, todo estaba en penumbras, la luz del bombillo no llegaba a donde Ginger estaba, salí a ver que le pasaba. Al salir creí verla en la reja de la entrada, si bien se parecía totalmente, no era ella, en el momento no me di cuenta – Ya que estaba recién levantado y era de madrugada – Grité su nombre, pero el gato que allí estaba salió corriendo, como vi que huía salí detrás de él, fue hacía el pasillo y yo lo seguí, al llegar al pasillo vi tres gatos, Ginger y el gato que perseguía parecían hermanos, el otro era el gato negro. Ginger al verme corrió a mí, y los otros gatos se fueron. A la siguiente madrugada, a la misma hora, ocurrió lo mismo, pero esta vez no salí, aunque no entendía para nada los horarios de vida de los gatos, los dejé tranquilos esa noche. La felicidad volvería a casa, Ginger estaba nuevamente embarazada. Más gatitos en casa, esta vez, no los descuidaría ni un segundo, de ser necesario, los llevaría a todos de viaje conmigo. Pero no hizo falta, no duró mucho la alegría. Un mes más tarde, al llegar a casa del trabajo, Ginger no estaba. No me preocupé hasta el día siguiente, cuando vi que en su tazón verde aún estaba la cena de la noche anterior. Salí a trabajar esperanzado de que al volver, ella estaría allí recibiéndome como cada tarde. No estaba. Me engañé pensando que había salido a un largo paseo, como raramente lo hacía, sólo para tranquilizarme un poco. A la quinta noche me desesperé totalmente. Había llegado el fin de semana, llevaba tres días tocando el tazón, tres veces contra el suelo, como siempre, esperanzado en que ella apareciera, cada dos minutos repetía el sonido, y así cada tarde, cada madrugada, cada mañana antes de irme. Duré así una semana. Quise distraerme un poco talando algún árbol, así que fui al bosque cercano a buscar troncos secos, asegurándome de tener leña recolectada antes de la temporada de lluvia. Era mejor no haber ido, cuando voy llegando al bosque, observé en el cielo aves de carroña, pensé en cualquier animal posible, menos en mi gata. Algún desgraciado la había hecho mal parir, los fetos estaban sobresaliéndosele, tenía marcas de golpes en la piel, quizás fueron pedradas, y ya estaba siendo comida por las aves. Un desgarrador llanto salió de mí, tan fuerte, que las aves se espantaron, me arrodillé al lado del cadáver, destrozado, no podía creer lo que le habían hecho, Ginger, esa pequeña gata que me enseñó y alegró tanto, muerta. La mano del hombre siempre va a servir solamente para causar daño. No la dejé ahí, no podía, de una manera u otra Ginger debía permanecer en casa. La sepulté en la jardinera de la casa, junto a las rosas blancas y rojas, justo al lado coloqué su tazón verde y un marco con una de las cientos de fotografías que le había tomado, y en la tierra clavé una cruz dorada, tan dorada y hermosa como ella. Ahora Ginger descansa en paz, mi gata dorada.




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