pip pip pip despertador
—No quiero levantarme… —me quejé entre dientes mientras el pitido me perforaba los oídos. Al estirar la mano para apagarlo, erré el cálculo y terminé cayendo de la cama con un golpe seco.
—¡Cornellia, a desayunar! —gritó mi madre desde la cocina, con ese tono de siempre que mezcla ternura y urgencia maternal.
Me levanté de un salto, aún medio dormida, y bajé las escaleras como si el diablo me persiguiera. Las medias resbalaban un poco en los escalones, así que casi me rompo el alma dos veces antes de llegar al comedor.
—Hola, ma... ¡Buen día! —dije mientras bostezaba tan fuerte que me crujieron los oídos.
Mi madre es una de esas personas que parece salida de un cuento de hadas doméstico: amable, humilde y con una sonrisa que podría arreglarte cualquier día gris. Se llama Laura Webshter, y yo soy su única hija, Cornellia Webshter. Desde que mi padre falleció en un accidente de tránsito hace algunos años, fuimos solo ella y yo contra el mundo.
—¡Buen día, mi sol! ¿Cómo dormiste? —preguntó con dulzura, sirviendo café como si fuera amor líquido.
—Bien… creo. ¿Y vos?
—También, hermosa. Apurate con el desayuno, no querrás llegar tarde en tu primer día en la nueva escuela.
Suspiré. Nueva ciudad, nuevo colegio, nuevos nervios. Nos habíamos mudado hace apenas tres días. Todo por tratar de dejar atrás recuerdos que dolían como espinas clavadas en el corazón. Mamá decía que este cambio sería para mejor, que íbamos a poder respirar otra vez. Yo solo esperaba no tropezarme emocionalmente con todo el mundo.
La escuela quedaba a unas ocho cuadras, y mamá me había armado un mini mapa con dibujos y flechitas. Muy a su estilo. Por suerte, no soy tan torpe como parezco (a veces), y en general se me da bien conocer gente. Soy un poco tímida, pero suelo confiar demasiado rápido en los demás, cosa que no siempre termina bien, pero bueno… cosas que pasan.
Terminé mi desayuno a los saltos y subí a cambiarme. Me saqué el pijama con estampado de patitos y elegí un vestido negro con flores rojas, simple pero lindo. Después agarré mis converse negras y las metí en la mochila. Algunos se horrorizan por usar zapatillas con vestido, pero a mí me encanta. Me siento cómoda y libre, como si pudiera correr una maratón y verme bien al mismo tiempo.
Tomé mis rollers del rincón de siempre y bajé descalza hasta la entrada. Me senté en el porche a ponérmelos mientras gritaba:
—¡¡MAAA!! ¡YA ME VOY! ¡TE QUIERO!
Ella contestó algo que no llegué a oír bien, pero sentí su amor incluso desde la cocina.
Me lancé a la calle con precaución. Iba lenta, mirando el mapa cada tres metros. Aún no entendía bien el trayecto, y una parte de mí temía perderse y terminar en otro colegio. En una esquina, me crucé con un gato negro que parecía salido de una película de Halloween. Estaba herido.
—¿Qué te pasa, hermoso? —me detuve sin perder el equilibrio, lo cual ya era un logro.
Me agaché con cuidado, estirando la mano hacia él.
—Ven aquí, lindo. No te voy a hacer daño… solo quiero ayudarte —susurré.
El gato me miró con ojos desconfiados, pero se acercó lentamente. En su patita tenía una astilla clavada, chiquita pero dolorosa.
—Ah, pobrecito… —le susurré, sentándome en el suelo—. Seguro duele. Pero tranqui, yo te cuido.
Acaricié su lomo con suavidad, dejándolo olerme. Cuando vi que se había calmado, saqué una pinza de depilar que tenía en mi neceser (no pregunten por qué la llevaba encima... cosas de chica precavida) y traté de quitarle la astilla con el mayor cuidado posible.
—Quédate quieto, ¿sí? Capaz duele un poquito… pero después vas a estar mejor.
Apenas logré sacársela, el gato chilló, me clavó las uñas en el brazo y salió disparado como si hubiera visto un fantasma.
—¡Auch! —me quejé al mirar la herida. Me había arañado profundo. Saqué un pañuelo y limpié la sangre como pude. Cuando me volteé para buscarlo… ya no estaba.
Suspiré y revisé el celular. 8:30. ¡¿OCHO TREINTA?! Entraba a las ocho. Me iba a morir de vergüenza.
Rodando con desesperación y algo de torpeza, llegué por fin a la dirección. Me encontré con una señora de cara muy seria parada en la entrada. Su expresión me dio escalofríos.
Se aclara la garganta.
—¿Disculpe, puedo ayudarla, alumna? —preguntó, con un tono de esos que te hacen querer desaparecer.
—Sí, eh… soy nueva, y me perdí en el camino. Todavía no sé en qué aula tengo que estar —respondí, con voz temblorosa pero haciendo mi mejor intento por sonar amable.
—Dígame su nombre, señorita.
—Cornellia Webshter. Voy a cuarto año. ¿Y usted cómo se llama? —pregunté con una sonrisa tímida.
—¡Aquí la única que hace preguntas soy yo! —gritó.
Bueno… amabilidad: cero.
—De acuerdo, perdóneme —agaché la cabeza.
No me gusta que me hablen mal. No me hace enojar… me pone triste. Las peleas me angustian, y cuando alguien alza la voz, siento que me encierro en mí misma. Es por una experiencia de niña: una vez me quedé con mis tíos y ellos discutían todo el tiempo. Mi tío incluso llegó a golpear a mi tía. Desde ese entonces, cada vez que alguien grita, ese recuerdo me aprieta el pecho como un puño invisible.
—La dirigiré hacia el salón —dijo, firme—. Sígame.
Y así, con el corazón apretado y los rollers puestos, seguí a la señora amargada hacia el comienzo de una nueva etapa.