Al volver a mi cuarto, Dylan ya no estaba. Había desaparecido como si nunca hubiese estado ahí. Ni un maullido, ni una huella. Solo la colcha revuelta como prueba de su presencia. Suspiré. Tenía que ir al colegio. Agarré mis rollers, saludé a mamá con un beso apurado y me lancé a la calle.
El aire estaba fresco. La mañana tenía ese olor a pan recién horneado que salía de alguna casa vecina. Iba pensando en mis cosas cuando, a dos pasos de la entrada al colegio, sentí que el mundo se oscurecía... varios chicos me rodearon.
Entre ellos reconocí al idiota que me había tirado la bebida el día anterior.
—Hola, preciosa. ¿Me recordás? —dijo mientras me giraba la cara con brusquedad.
—No la molestes, Nat. A ella le gusto yo —dijo otro mientras me ponía una mano en el hombro.
—¿Qué decís? Si ayer se chocó conmigo y yo, como caballero, le di un obsequio bien refrescante —rió Nat con tono burlón.
—Ey, mirá, parece que va a llorar —agregó otro, entre risas.
Mi corazón se aceleró. No por ellos… sino por el miedo. Tragué saliva.
—Déjenme —pedí, apenas audiblemente.
—Solo queremos charlar, linda —dijo Nat mientras deslizaba su mano por mi mejilla.
Aparté el rostro. Sentí que el pánico se apoderaba de mí. Me agarró de la barbilla con firmeza.
—No, no. ¿No sería mejor si te quedás quietita… rubia? —susurró, demasiado cerca.
—¡Déjame en paz! —dije, esta vez con voz firme, temblando por dentro.
—Aww, la rubia bonita también puede enojarse. Me encanta —soltó con tono lascivo, agarrándome de la cintura.
—¡¡Soltame!! —grité, con furia, con bronca, con miedo. Cerré los ojos con fuerza, sintiendo que me faltaba el aire. Me sentía atrapada. Vulnerable.
—¡Déjala, Nathaniel! —gritó una voz potente, enfurecida.
Abrí los ojos. Dylan estaba ahí. Mi Dylan.
Sin pensar, salí corriendo y me aferré a su pecho como si fuera mi refugio. Mis lágrimas comenzaron a salir sin control.
—Ey, Dylan… ¿la chica nueva es tu novia? ¿Te ablandaste? —burló Nathaniel, pero su tono no sonaba tan confiado.
—No. Pero no se metan con ella. ¿Entendieron? —dijo Dylan con una mirada tan feroz que incluso yo sentí un escalofrío.
—Como digas, bro... —respondieron los otros, retrocediendo de inmediato. Se fueron sin mirar atrás.
Dylan bajó la mirada hacia mí.
—¿Estás bien? —preguntó con una suavidad que no esperaba.
Me di cuenta de que lo seguía abrazando y me separé enseguida, limpiándome la cara.
—Perdón… y gracias por ayudarme. Sos muy amable —dije, aún con la voz quebrada.
—¿Cómo no ayudarte? Sos la única persona en este colegio que no me tiene miedo —dijo con una media sonrisa.
—No das miedo —respondí, esbozando una risa entre lágrimas.
—¿Ves? Sos la única. Todos me evitan —murmuró, bajando un poco la mirada.
Me animé a tocar su mejilla. Su piel era cálida, firme.
—Solo necesitás un poco de afecto para que esa imagen se derrumbe —dije con sinceridad.
Dylan se sonrojó. Fue apenas un matiz, pero lo vi.
—Solo… intentá no meterte en problemas otra vez —dijo, y se alejó, como si necesitara escapar de sí mismo.
(...)
Durante el resto del día, no volvimos a hablar. Dylan simplemente me evitó. No sé si fue vergüenza, confusión o esa manía suya de alejarse cuando algo lo afecta. Me dejó con más dudas que respuestas. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué me ayudaba si luego se escondía?
Los chicos son un enigma. Uno complicado, enredado… a veces agotador.
A la salida, lo inesperado volvió a ocurrir. Encontré a mi Dylan, el gato, en la puerta del colegio. Me sonrió (sí, juro que los gatos pueden sonreír), y corrí a abrazarlo. Pero antes de que pudiera alcanzarlo, noté algo aterrador: uno de los idiotas de antes le estaba tirando piedras.
—¡¡Dylan!! —grité desesperada, corriendo hacia él.
Me lancé a cubrirlo y una piedra me golpeó el hombro con fuerza. Sentí la sangre brotar. No importaba. Lo alzé y salimos de ahí tan rápido como pudimos.
—¿Dylan? ¿Estás bien? ¿Quién puede ser tan cruel como para lastimar a un gato? ¡No tienen corazón! —dije, jadeando.
Vi que tenía una herida en su patita y otra en su costado. Me arrodillé en la vereda y, temblando, saqué una venda de mi mochila. Siempre llevaba un botiquín, por costumbre.
—Perdoname… esto es todo mi culpa… —dije, con los ojos llenos de lágrimas.
De repente, su cuerpo empezó a brillar. Lo sentí vibrar en mis brazos. Lo miré, confundida, y vi algo imposible: el pelaje comenzó a deshacerse, sus extremidades se alargaron… su rostro cambió.
¡Se estaba transformando!
Y no en cualquier persona… sino en Dylan. ¡El Dylan del colegio!
Mi boca quedó abierta. Mis pensamientos colapsaron.
—¿Qué...? —susurré, paralizada.
Él… él era Dylan. El chico rudo.
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(CAPÍTULO CORREGIDO).