Mi gato

Capítulo 7: No mueras, Te quiero.

A la mañana siguiente, Dylan me despertó con su voz suave, apenas un susurro.

—Cornee, me tengo que ir…

Me froté los ojos y lo miré desde la cama.

—¿A dónde vas? —pregunté, confundida. Me acordé de lo que me había dicho sobre su padre. Mi pecho se apretó.

—A mi casa —respondió como si fuera lo más lógico del mundo.

—¡No! —grité sin pensar, tomándolo de la mano.

Me miró sorprendido.

—Necesito bañarme… cambiarme. Estoy todo sucio —dijo, con una sonrisa suave, intentando calmarme.

—Pero… ¿y si tu padre se despierta? ¿Y si te lastima? No quiero que te haga daño —dije, sin soltarle la mano.

—Tranquila, a esta hora duerme como un tronco —dijo seguro.

—¿Y si se despierta?

—No sé… me escapo —respondió, como si fuera algo normal, como si no tuviera importancia.

Y sin darme más tiempo para detenerlo, se transformó en gato y saltó por la ventana.

—Cuídate… —susurré al vacío.

Me quedé sentada en la cama, con un nudo en el estómago. Algo no estaba bien. Lo sentía. Tal vez era su padre… o tal vez era otra cosa, pero el presentimiento me carcomía el alma.

Suspiré. Me levanté, me vestí con desgano y bajé a desayunar. Decidí caminar al colegio, esperando que el aire despejara mi mente. No sirvió.

Me perdí… unas cuarenta veces. No por no saber el camino, sino por estar pensando en Dylan. Si se hubiera quedado, nada de esto estaría pasándome. ¡Ay, Dylan!

Cuando finalmente llegué, ya eran las 8:15. Tarde.

Entré al aula casi corriendo. Todos se dieron vuelta a mirarme. Todas las miradas… menos una.

La de él.

Dylan no estaba.

Respiré hondo. Tranquila, Cornee, todo está bien. Seguro solo está en el baño… o con el director… o en otra clase… o…
Me lo repetí una y otra vez, como si eso fuera a calmarme.

(...)

Pero Dylan no apareció.

No en el primer recreo, ni en el segundo. Ni siquiera durante el almuerzo.

Y cuando llegó la hora de salida, salí corriendo. Corrí como nunca antes, con el corazón latiéndome en la garganta. Me dolía la cabeza de tanto pensar, y el pecho de tanto temer.

Abrí la puerta de casa con desesperación.

Y ahí estaba.

Tirado sobre la alfombra, en su forma gatuna. Todo golpeado. Lleno de rasguños. Ensangrentado. Apenas respiraba.

—¡No! —grité, cayendo de rodillas a su lado—. ¡No, Dylan! ¡No, por favor!

Lo tomé con cuidado, lo acerqué a mí. Lloraba. No podía detener las lágrimas. El miedo me ahogaba.

—¡No mueras! Te dije que no tenías que ir. ¡¿Por qué?! ¿Por qué me desobedecés? ¡No me dejes! ¡Te necesito! —mi voz temblaba, rota por el llanto.

Entonces, apenas susurrando, lo escuché.

—¿Así que… me necesitás? cof cof —bromeó con voz moribunda.

Mis ojos se abrieron de golpe.

—¡Estás vivo! —exclamé, aliviada, abrazándolo con fuerza.

—Claro que sí, tonta… —susurró.

—¡Qué alivio! —dije entre sollozos—. ¿Qué fue lo que pasó?

—Mi padre… estaba despierto. Estaba molesto… no sé por qué. Yo fui su forma de desahogo —dijo, con voz débil.

Sentí cómo la rabia me recorría el cuerpo. ¿Cómo podía hacerle eso a su propio hijo?

—No vuelvas a irte. ¡No me dejes sola! —le ordené, abrazándolo con fuerza.

—No puedo vivir sucio y con la misma ropa todo el tiempo… —dijo con una sonrisa cansada.

—Entonces, cuando estés mejor, vamos de compras. Vos y yo. Te voy a llenar de ropa limpia y suave. ¿Te parece?

—Se escucha bien… —susurró, antes de cerrar los ojos de nuevo.

Se aclara la garganta.

—Hija… ¿puedo saber por qué hablás con un gato y me ignorás a mí? —preguntó la voz de mamá desde la puerta.

¡Ups!
Me congelé. Me había olvidado completamente de que estaba en casa.

—Perdón, ma… —dije bajando la cabeza.

—En un rato comemos, no lo olvides —añadió con una sonrisa, y se fue.

Me volví hacia Dylan. Quería reír por lo absurdo, pero no podía.

—Dylan… Dy… —Lo zarandeé un poco—. ¿Dylan?

No respondió.

—¡Dylan, no me hagas esto! ¡No mueras! —dije, con el corazón en la garganta—. Te quiero… ¿me escuchás? ¡Te quiero!




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