Mi gato

Capítulo 8: ¿¡Dylan enfermo!?

—No mueras... te quiero.

Lo tenía entre mis brazos. Su cuerpito temblaba y su respiración era débil. Lo envolví en una manta como si fuera un bebé y salí corriendo al veterinario.

(...)

—¿Hola, en qué puedo ayudarte? —preguntó el recepcionista apenas entré.

—Mi gato... está muy herido, no sé qué hacer —dije, mostrando el cuerpo de Dylan, envuelto en la manta.

—Pase por aquí.

Lo revisaron enseguida. Le tomaron las pulsaciones, la temperatura y otras mil cosas más que no entendí. Yo no podía ni mirar. Verlo así me rompía el alma, así que salí a esperar afuera.

Después de unos eternos minutos, el veterinario salió con Dylan en brazos, aún envuelto.

—¿Y? ¿Qué tiene? ¿Va a sobrevivir? —pregunté con la voz quebrada.

—Tranquila, está bien. Solo está bastante lastimado.

—¿Entonces por qué no abre los ojos? ¿Por qué no me mira? ¿Y por qué está tan frío?

—Tiene los ojos cerrados porque está agotado y se quedó dormido. Y el frío es por la fiebre. Nada grave. Va a estar bien.

—Ah... muchas gracias —dije, aliviada, mientras le sacaba a Dylan de las manos con mucho cuidado.

El veterinario estaba tranquilo… pero yo seguía muriéndome de nervios. ¡Podría habérmelo dicho antes, que se durmió por fiebre! ¡No! El señorito se duerme como si nada, después de casi matarme del susto.

Suspiré. Caminé de regreso a casa con él en brazos, todavía dormido… Y en ese instante, justo en medio de la calle…

¡ZAZ!

Se transformó en humano.

Y yo, que lo cargaba como si pesara dos plumas, terminé en el suelo con su cuerpo encima.
—¡Eeeh! Dylan, ¿estás bien? —pregunté, adolorida.

—Zzz…

¡SEGUÍA DORMIDO!

Después de unos segundos, volvió a convertirse en gato, aún dormido. Menos mal, así al menos pude levantarlo de nuevo.

Apuré el paso. No quería que volviera a ocurrir lo mismo justo en la vereda de casa.

Y, claro, en la puerta me esperaba mamá. De brazos cruzados, con cara de pocos amigos.

—¿Dónde estabas? —preguntó con tono molesto, aunque todavía amable.

—Dylan estaba herido… Fui al veterinario —le expliqué, mostrándole el bultito envuelto.

Suspiró.

—Está bien. Entra a comer.

(...)

—Dejá, ma, yo lavo los platos.

—De acuerdo, yo me voy a tirar un rato. Estoy rendida —dijo, sonriendo.

—Está bien, descansá —le dije, dándole un beso en la mejilla.

Cuando entré a mi habitación, casi me caigo de espaldas.

Dylan, en forma humana, estaba desgarrándose la remera.

—¡¿QUÉ HACES?! —grité bajito, sin querer despertar a mamá.

La tela estaba toda rota, como si no le importara nada.

—¡¿Tenés calor?! ¡Me decís y te abro la ventana! ¿¡Por qué la rompés!?

No respondió.

Me acerqué y lo miré bien. No tenía los ojos abiertos. Seguía dormido. Despertaba fiebre solo de mirarlo. Al tocar su frente confirmé: estaba ardiendo.

Corrí a buscar agua, una toalla húmeda, y el termómetro.

Cuarenta. ¡Cuarenta grados!

Empecé a revisarlo con más detalle y entonces lo noté: su torso tenía rasguños, moretones… y en su cabeza, dos orejitas de gato asomaban entre su cabello. Tenía garras en lugar de uñas. Y una cola. Literalmente una cola de gato.

No era ni humano del todo, ni gato del todo. Era... ambas cosas.

Me senté al borde de la cama, confundida. Empecé a acariciarle el pelo con cuidado. Él se acurrucó en mi regazo como un gato gigante. Se veía tan tierno... incluso enfermo.

Después de un rato, abrió los ojos. Me miró. Y maulló.

Sí. MAULLÓ.

Tuve que taparme la boca para no reír. Este chico que se hacía el misterioso y distante, ahora era un gatito gigante y mimado.

Le puse la mano en la boca, señalando silencio. Mamá dormía. Me miró inclinando la cabeza, como si no entendiera. Luego... me lamió la mejilla.

—¡Wackala! —me quejé, limpiándome.

Se acostó boca arriba en mis piernas, y yo seguí acariciándolo. De repente empezó a revolcarse, como un gato real, buscando que le rascara la panza.

—¡No! No pienso acariciarte la panza si no tenés remera —le advertí.

Se incorporó y comenzó a frotar su cabeza contra mi hombro como si fuera un gato literal.

—Estás re loquito —le dije entre risas.

Me miró de nuevo, ladeó la cabeza…

Y me besó.




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