Akira estaba afuera, dándole largas caladas a un cigarrillo, intentando que el humo le aclarara la cabeza. La imagen de Arias, acercándose a él, su sonrisa y sus palabras, seguían grabadas en su mente, haciéndolo sentir una mezcla de pánico y algo parecido a… ilusión? El cigarrillo ardía entre sus dedos, un punto de luz en la oscuridad que llenaba su mente.
Dentro de la oficina, Arias se reía solo, un sonido bajo y gutural que contrastaba con el silencio del lugar. La risa era una mezcla de diversión y algo más… ¿satisfacción? De pronto, la puerta se abrió y el General Tori entró, imponente como siempre, su uniforme impecable. Observó a Arias con una expresión inexpresiva, pero sus ojos oscuros lo analizaban con precisión.
"Te estás divirtiendo, ¿verdad?", preguntó Tori, su voz seca y cortante. La pregunta no era una broma.
Arias, sin dejar de reír, respondió con una mezcla de fastidio y arrogancia: "No te metas, Tori. Esto no te incumbe".
Tori se apoyó en el marco de la puerta, sus brazos cruzados sobre el pecho. "No te olvides de dónde estamos, Arias. Somos militares. Si bien Misato y yo… bueno, estamos en nuestra propia órbita, yo tengo mis reservas. Tú… no. Sé cauteloso. Si algún subalterno informa de esto, por más que sea el General quien está involucrado, sabes lo que pasará. Y no me refiero a nosotros, me refiero a ellos. Akira y Misato son simples cabos. Perderán sus trabajos, sus carreras… ni hablar de la opinión pública. Una simple declaración de amor… o de deseo… podría arruinar sus vidas."
Arias hizo un chasquido con la lengua, una expresión de fastidio pasando por su rostro. Entre dientes, murmuró: "Ya lo sé, Tori. No soy idiota. Prometo tener más cuidado…"
Tori soltó una carcajada. "Relájate, Arias. Solo te estoy recordando las reglas del juego. Ahora… ¿qué dices de unos tragos? Necesitamos celebrar… o olvidar." Y le ofreció a Arias una sonrisa, un poco más relajada esta vez, la sonrisa de quien sabe que el peligro está presente, pero decide ignorarlo, al menos por un rato.
El cuartel era una rutina: papeles, guardias, el mismo viejo pabellón. Hasta que llegó el papel de Miyo. Afganistán. La palabra le dio un vuelco al estómago. No era una orden cualquiera; era una orden de movilización. Tenía que encontrar a Misato.
El General Tori no estaba. Ni Misato en la cuadra de cabos. El sol apretaba, pero Miyo siguió buscando hasta que lo vio en la plaza de armas, sacando yuyos entre las baldosas. Parecía tranquilo, ajeno a todo.
"Misato," dijo Miyo, "necesito hablar contigo, es importante."
Misato se enderezó. "¿Qué pasa, Miyo? ¿Otra vez se rompió la cafetera?"
Miyo sonrió, un poco tensa. "Algo más serio. Te mandan a Afganistán."
Misato dejó caer la herramienta. "¿Afganistán? ¿En serio?" Encendió un cigarrillo, las manos un poco temblorosas.
Miyo asintió. "Zona roja. Es raro que manden a un hombre solo, pero… ahí está la orden." Lo miró con preocupación. "Es peligroso, eh."
Misato inhaló profundamente. "Ya veo," dijo, con una calma que sorprendía. "Es mi deber, ¿no?" Pero sus ojos reflejaban la preocupación.
Miyo, todavía preocupada, le dijo: "Habla con Tori, a ver si puede hacer algo. Son cercanos, ¿no?"
Misato asintió, mirando el humo. "No le digas nada a Tori, por ahora. Intenta retrasarlo, pero no le digas nada." La preocupación era evidente, aunque se esforzaba por mantener la calma.
Miyo asintió y se fue. Misato siguió fumando, pensando en Afganistán, la zona roja. El cigarrillo ardía, un punto de luz en la creciente oscuridad de su futuro. Incierto, peligroso, pero su deber.