Valentina
–M-mi hijo… ¡Oh, Dios mío! –mi abuela bajó al jardín con el camisón puesto, medio dormida, e intentamos tranquilizarla.– Escuché a Valentina gritar. ¿Dónde está Prieto?
–Suegra, por favor, tiene que tranquilizarse. La ambulancia está en camino –le dijo mi mamá.
–¿Ambulancia? ¿Qué le hicieron a mi hijo? –vio que mi tío Prieto estaba tumbado e inconsciente en el suelo.
La bala le había atravesado el estómago.
–Nonna… por favor. Todo estará bien, ¿de acuerdo? Ven acá –acaricié su cabeza y la abracé.
Papá estaba más allá, hablando por teléfono. Dejé a mi abuela con los demás y me acerqué a él.
–¿Papá? –dije con lágrimas en los ojos–. ¿Por qué? ¿Por qué a nosotros? ¿Quiénes son? –mi voz temblaba.
Estaba realmente asustada. Mi padre era el líder de la mafia italiana, muy conocido por sus negocios y asesinatos por toda Italia, pero nunca nadie se había atrevido a invadirnos… hasta ahora.
–Princesa… todo pasará, te lo prometo –me dijo, dándome un beso en la mejilla.
Me abrazó, y encontré esa paz en sus brazos, como siempre.
–¿Es en serio, papá? ¿Este era mi regalo final de cumpleaños? ¿Que vengan unos psicópatas a disparar en medio de la mansión? ¡No me lo puedo creer! ¿Viste lo que le hicieron al tío Prieto? –gritó mi hermana, quitándose el peinado con furia–. ¡Los odio a todos! Ojalá pudiera irme de aquí, como hizo Giorgia... ¡ella sí tuvo motivos para hacerlo!
Eso dolió.
Yo conocía a Isabella mejor que nadie, y nunca le había alzado la voz a papá. Estaba realmente furiosa. Sus ojos azules se convirtieron en mares de lágrimas. Intenté calmarla, pero le dejé su espacio. Se fue a su habitación llorando.
–Tiene razón en todo lo que dijo... soy un mal padre. Perdí a Giorgia y ahora no puedo permitir que se vaya una de ustedes –dijo con voz temblorosa.
El mayor miedo de papá era perder a sus seres queridos, especialmente a sus hijas. Ya había perdido a una.
–Papá... eres el mejor padre del mundo. Solo tienes que darle su espacio, se le pasará –le dije mientras lo abrazaba.
***
La ambulancia llegó acompañada de varios doctores. Había como cinco médicos: un cirujano principal, dos asistentes, un anestesista y un paramédico. Seguramente fue orden de papá. Había llamado a uno de los mejores especialistas de toda Italia para salvar a mi tío.
El doctor sacó la camilla de la ambulancia, pero papá lo frenó de inmediato.
–¿A dónde cree que va con la camilla? Ya le dije por teléfono que, sea cual sea el tratamiento, se hará aquí –dijo con voz firme.
–S-señor Corleone, disculpe, pero aquí no contamos con el material suficiente para salvar al señor –respondió el doctor, visiblemente nervioso.
–No me importa. Tienes cinco minutos para traer todo el material necesario para salvar a mi hermano –insistió papá, sin perder la calma... todavía.
–Pero señor... –intentó replicar de nuevo el médico, pero papá lo interrumpió bruscamente.
–¡Dije que no! ¿Quieres que te mate ahora mismo? –gritó, sacando su arma y apuntándole directamente a la frente.
Dios mío, esto se iba a salir de control por la terquedad de papá.
–¡Alessandro, baja el arma ahora mismo y contrólate! ¡Tu esposa te habla! –intervino mamá con voz firme pero serena. Nunca entendí cómo lograba calmarlo tan rápido, pero siempre caía a sus pies.
–¿Quieres que tu hermano muera? Entonces compórtate y baja el arma –añadió con autoridad.
Papá bajó el arma sin decir nada y se puso a hablar por teléfono.
De pronto, unos diez hombres de la mansión salieron y se subieron a una furgoneta y varios coches de lujo. Iban a escoltar la ambulancia hasta el hospital.
Mamá y papá subieron al coche, pero yo no me podía quedar atrás.
–Papá, déjame ir con ustedes... por favor –mi voz estaba quebrada.
–No. Es peligroso –respondió con firmeza.
–Oh, vamos. Hay más de diez hombres armados que van a escoltar el hospital entero... nada me asusta, papá –dije con voz firme pero relajada.
Papá se llevó las manos al cabello, dio media vuelta para tranquilizarse y suspiró.
–Está bien, irás. Pero no te separes de nosotros –me miró con seriedad–. En ningún momento, Valentina –añadió, clavando su mirada en la mía.
Asentí sin decir nada y corrí a mi habitación a buscar mi abrigo. Aún tenía el vestido puesto; no había tiempo de cambiarme.
Bajé las escaleras y me subí al coche junto a papá y mamá, quien hasta el momento no me había dirigido la palabra.
–Querido... ¿son los rusos? ¿Nos están amenazando otra vez? –le preguntó mamá con tono serio.
¿Los rusos? Había oído hablar de ellos. Hace muchos años, papá estuvo en guerra con esa mafia. Tenían una deuda pendiente, pero por alguna razón la dejaron pasar. ¿Acaso habían vuelto?
Papá no respondió. Estaba completamente concentrado en la carretera.
Llegamos al hospital y subieron a mi tío al quirófano. Nos sentamos en la sala de espera sólo para nosotros —una zona amplia, con paredes blancas, sillas azules y una máquina de café que apenas funcionaba—. Noté que papá estaba estresado, así que me levanté a buscar un vaso de agua.
–¿A dónde vas, Valentina? –preguntó papá justo cuando me levanté.
–Voy por agua, papá –respondí con firmeza.
Él hizo un gesto a uno de los guardias para que me siguiera.
El hombre era uno de los nuestros, parte de la seguridad de la mansión y la mano derecha tanto de mi tío Prieto como de papá. Giovanni era un hombre alto, musculoso y algo mayor, con el rostro marcado por los años.
–Oh, vamos Giovanni, la cafetería está a dos pasos. No es necesario, de verdad –dije, deteniéndome un segundo.
–Señorita Valentina, ya sabe cómo es su papá. Por favor, permítame acompañarla –asentí, aunque me parecía una tontería.
Cogí una botella de agua y regresé a donde estaba papá, sentado, con las manos cubriéndose el rostro. Odiaba verlo así: triste, preocupado y con ese brillo asesino en los ojos que aparecía cuando estaba al borde del colapso.