Mi hermosa Alejandra

¿POR QUÉ ME MIRAN?

Me dolía todo el cuerpo. El día anterior había caminado desde mi casa hasta donde mi abuela para ayudarla con el trasteo. Sinceramente, sentía como si un camión me hubiera pasado por encima; el dolor en los músculos era casi insoportable.

Estaba en su casa, y como siempre, todo permanecía en penumbras. A mi abuela le gustaba ahorrar al máximo en servicios, así que mantenía todo apagado, como si la oscuridad también ahorrara recuerdos.

—¡Abue! —grité con fuerza, pero no la veía por ningún lado.

Eran las ocho de la mañana. A esa hora ella siempre estaba despierta, lista, moviéndose de un lado a otro mientras preparaba el desayuno. La busqué por toda la casa, incluso en su habitación, pero no la encontré. Dudé un momento. Algo no encajaba. Era extraño no verla. Entonces, sentí una mano tibia sobre mi hombro.

—No te asustes —me dijo, justo cuando di un brinco del susto.

—Abue... pensé que te habías ido.

—Oh no, no, aquí estoy —respondió mientras me jalaba las mejillas con ternura y me plantaba un beso cálido.

Pero había algo distinto en ella. Se veía más pálida que de costumbre… Y yo, extrañamente, me sentía genial.

—¿Mamá no ha llamado? —pregunté, preocupado. No había tenido noticias suyas desde que terminamos el trasteo el día anterior.

—No, cielo. No ha llamado —dijo con un dejo de tristeza en la voz.

La abracé. Le susurré que todo estaría bien, aunque ni yo mismo me lo creía del todo.

—¡Vamos! La visitamos de una vez, pasamos un rato allá y luego volvemos. Te sigo ayudando a organizar las cosas —propuse, tratando de animarla.

—No, cielo. Quédate aquí, terminemos con esto —respondió con dulzura.

La ayudé un poco más, pero pronto me aburrí. Ella no paraba de ir y venir por la cocina, como si estuviera atrapada en un bucle.

—¡Vamos, abuela! En serio —dije haciendo pucheros.

Ella me miró con una ternura infinita, pero no respondió. Su silencio me desesperaba. Y la paciencia se me acabó.

Mamá debía estar preocupada. Así que tomé el teléfono y le marqué. No contestó.

—¡Me voy a ver a mamá! —grité desde la puerta de salida.

Mi abuela, como una escena repetida de película, seguía yendo de un lado a otro en la cocina. Al verme irme, solo me miró con su típica expresión dulce, sin decir nada.

Afuera, el día era claro, luminoso. El aire tenía ese aroma fresco a árboles mojados y tierra viva.

—¡Buen día! —saludé a una vecina que pasaba por ahí.

—Buen día… —me respondió, pero me miró de arriba abajo como si fuera un bicho raro.

La gente no puede ver a alguien feliz sin sospechar algo. Caminaba tranquilo y todo el barrio parecía analizar mis pasos.

Mamá no me llamaba, y eso era muy raro en ella. Nunca pasaba una hora sin saber cómo estaba. La ansiedad me apretó el pecho. Algo no estaba bien.

No aguanté más. La llamé una, dos, tres veces. Nada. Solo buzón.

Intenté con mi hermana. Nada. Tampoco contestaba. ¿Qué demonios pasaba? ¿Es que todos estaban demasiado ocupados como para responder el maldito teléfono?

Seguí caminando. Fui a tomar un bus, pero me di cuenta de que había salido sin un peso. Pensé en pedir prestado, pero la vergüenza me ganó. Ya estaba a varias cuadras de la casa de mi abuela, y por donde andaba, no conocía a nadie.

—Solo son veinte cuadras —me dije.

Sabía que me iba a tomar tiempo, pero decidí no desesperarme. Entonces recordé que no había llamado a Alejandra. Lo hice, y gracias al cielo, ella sí respondió.

—Hola —me contestó con su voz quebrada.

—Hola, Alejandra. Amor —le dije, con el corazón acelerado. Sentí que habían pasado años sin escuchar su voz.

—Te necesito, Manuel. No puedo más con esto…

—¿Manuel? —pregunté, confundido.

—¿Quién eres? —me dijo con una mezcla de sorpresa y molestia.

—Amor… soy yo. Erick —le respondí, dolido, como si algo dentro de mí se rompiera.

—¡Manuel, no jodas! No es divertido —respondió, ya molesta.

Manuel. Ese nombre me taladró la cabeza. Era nuestro amigo en común. El mismo que alguna vez ayudó a que nuestra relación funcionara.

—¿Por qué mencionas a Manuel? —me ofusqué.

Sentí como si me hubieran vaciado un balde de agua helada por la espalda. ¿Acaso Alejandra… con él?

—¡Manuel, en serio! ¡No es divertido! —dijo, y me colgó.

El corazón me ardía. La rabia me invadió. ¿Mi Alejandra? ¿Con Manuel? Quise correr hasta su casa y enfrentarla. ¿Cómo podía negarme así? ¿Cómo podía confundirme con él?

Sin pensarlo, aceleré el paso. Llamé a Manuel. Ni lo dejé hablar.

—Hola, Manuel —dije apenas contestó.

—¿Erick? —su voz sonaba confundida, casi asustada. Como si ya supiera.

Seguro Alejandra lo había llamado.

—No puedo creer que seas tan miserable. ¡Sabías cuánto amo a Alejandra! ¡Sabías que daría mi vida por ella! ¿Por qué demonios tuviste que meterte con ella? ¡Te di mi amistad y mira cómo me pagas!

—¿Eri…ck? ¿Eres tú? —balbuceó con la voz entrecortada.

—Eres un maldito —escupí con rabia, y colgué.



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En el texto hay: miedo, muerte

Editado: 07.08.2021

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