Mi hermosa Alejandra

PROFUNDA TRISTEZA

Fui caminando lentamente, pero no aguanté el llanto. Amaba a esa mujer... y quería de verdad a mi amigo. No entendía por qué me harían eso a mí. ¿Qué había hecho mal? Faltando unas diez cuadras para llegar, decidí volver a marcarle a Alejandra. Tal vez... tal vez todo era un malentendido, tal vez yo había entendido mal.

—Alejandra... —susurré con lágrimas en los ojos y la voz completamente quebrada.

—Ya deja de llamar. Me estás asustando. No sé quién seas, pero déjame decirte que esto ya no es divertido.

—¿Por qué me dices eso? ¡Soy yo, Erick! —le respondí, suplicante, rogando que no huyera de mí esta vez.

Hubo silencio. Silencio real. Solo su respiración al otro lado del teléfono, cada vez más agitada. Pensé que colgaría... pero no lo hizo.

—Erick... yo... —alcanzó a decir antes de que mi celular perdiera la señal.

Maldito celular, siempre abandonándome cuando más lo necesito. Ese “yo...” que dejó en el aire… ¿iba a confesarme que sí me había sido infiel?

No podía pensar. El veneno de la rabia ya me estaba comiendo por dentro. Seguí caminando, pero sentía que no avanzaba. Faltaban cinco cuadras, y el trayecto me parecía eterno, como si hubiese caminado cincuenta.

Intenté imaginar en qué momento ella habría accedido a... eso. Alejandra y yo éramos inseparables. Nos habíamos jurado amor eterno. Pero ahora... ni siquiera podía recordar qué había pasado el día anterior. No había señales. Solo vacío.

Me sentí miserable. Les había dado lo mejor de mí... y se habían burlado en mi propia cara.

Después de tanto trajín, por fin llegué a casa. Los hijos de los vecinos jugaban fútbol en la calle. Entre ellos, mi sobrino Camilo, que apenas tenía siete años.

—¡Camilo! —grité, abriendo los brazos para abrazarlo como siempre.

Mi hermana venía de vez en cuando, y cuando estaba en casa, él siempre jugaba con los niños de la cuadra.

—¡Tío! —gritó él, pero no vino a mis brazos. Corrió hacia la casa como si hubiera visto al diablo.

Los demás niños lo imitaron, mirándome con unos ojos enormes, y también se metieron corriendo. Como si... como si hubieran visto un fantasma.

Entonces salieron mi mamá, mi hermana y mi tía. Junto a ellas estaban Alejandra y Manuel.

Supuse que Camilo había entrado a avisarles.

—Erick... —susurró mi madre entre lágrimas… y se desmayó.

Todos corrieron a auxiliarla. Incluso yo. Corrí hacia ella, desesperado. Me angustiaba verla desplomarse solo por verme. Mientras le echaban aire, le ponían alcohol para que volviera en sí, yo revisaba mi celular. No tenía llamadas perdidas. Nadie me había llamado. ¿Por qué tanto drama? ¿Por qué tanta preocupación?

Cuando volvió en sí, se veía agitada. Me tocaba por todas partes, como asegurándose de que yo realmente estuviera ahí. Todos los vecinos observaban el extraño espectáculo.

—Mamá, por favor... nos están mirando —le dije, avergonzado.

Los vecinos cuchicheaban, se miraban entre ellos, sacaban sus propias conclusiones. Mi hermana me tomó del brazo con fuerza y me metió en la casa como si fuera un criminal. Mi tía y Manuel ayudaron a sostener a mi madre para que no se desvaneciera de nuevo. Alejandra venía detrás... llorando.

Claro que lloraba. Ya sabía que no iba a perdonarle eso.



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En el texto hay: miedo, muerte

Editado: 07.08.2021

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