Entramos a la casa y mi hermana me soltó. Todos se sentaron, mirándome con una mezcla de expectativa, temor y tristeza.
—Lo siento, mamá… No me salieron tus llamadas. No quería asustarte —dije, apenado, intentando romper el silencio denso que llenaba el lugar.
Se miraban entre ellos como si compartieran un secreto que yo aún no sabía. Mi hermana ya lloraba. Mi tía tenía los ojos cristalizados. Alejandra, desde el primer momento, no había dejado de llorar.
Como nadie hablaba, decidí enfrentar lo evidente.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanto drama? —pregunté, esperando una respuesta lógica, algo que me aterrizara.
Entonces Camilo, mi sobrino, se acercó a su madre con esa inocencia que solo tienen los niños… y dijo algo que me dejó helado.
—Mami, tú dijiste que mi tío se había dormido para siempre.
Sentí que el que se iba a desmayar ahora era yo. Camilo jamás había sido de esos niños que sueltan chistes pesados. A pesar de sus siete años, seguía siendo muy inocente.
Mi hermana respiró hondo, con los ojos llenos de dolor, y trató de responderle.
—El tío solamente…
Pero no pudo terminar la frase.
—Cariño, él vino un momento... para despedirse —dijo mi mamá, con la mirada rota y la voz apenas audible.
—¿Despedirme...? —repetí, ya con el miedo calándome hasta los huesos.
Mi hermana se agachó y le pidió a Camilo que saliera a jugar. Le dijo que lo del tío era un secreto, que si alguien preguntaba, debía decir que no sabía nada.
Mi mamá se acercó. Me tomó las manos con suavidad, con ese temblor que uno solo ve en los momentos más duros de la vida.
—Cariño... tú ya no perteneces a este mundo —dijo con un nudo en la garganta.
Yo podía sentir sus manos. Yo estaba ahí. La broma me parecía cada vez más absurda.
—Si esto es una broma… ya no tiene gracia —dije, frunciendo el ceño.
Entonces Alejandra se levantó, temblorosa, con las mejillas empapadas en lágrimas, y se acercó.
—Erick… lo siento —susurró.
Ya lo sabía. Ya lo presentía. Pero ¿por qué hacerlo así? ¿Por qué delante de toda mi familia?
—No me importa lo que hayan hecho tú y él. Ya no son parte de mi vida —me levanté, furioso. No quería verlos nunca más.
Mi hermana, de pronto, se llenó de coraje. Me tomó del brazo y me obligó a sentarme.
—¡¿Qué demonios te pasa?! —le grité sin pensar.
Ella no se inmutó. Solo me miró con dolor… y habló.
—¿Te acuerdas que fuiste a ayudar a la abuela con el trasteo?
—Sí, claro que lo recuerdo. ¡Vengo de su casa! Ella me dijo que prefería quedarse allá antes que venir.
Todos se quedaron en silencio.
—¿Mi mamá estaba ahí? —preguntó mi tía, con la voz entrecortada.
—Sí… le dije que venía porque tú debías estar preocupada, mamá. Ella me pidió que no lo hiciera, pero no le hice caso.
Mi hermana me miró fijamente.
—Erick… ¿recuerdas con quién fuiste al trasteo?
—Solo —respondí, sin dudar.
Mi hermana cruzó miradas con mi madre. Luego miró a Alejandra. Luego a Manuel.
—Erick… nosotros fuimos contigo —dijo Alejandra, temblando.
La cabeza comenzó a darme vueltas. El estómago se me revolvió. Sentí náuseas, me levanté y vomité. Luego pedí algo de tomar. Mi mamá me trajo un jugo de mango… pero no sabía a nada. Lo noté. Pero no dije nada.
—No recuerdo que estuvieran ahí —murmuré, mientras algo en la sala captaba mi atención.
Un altar.
Un altar que no había notado desde que llegué.
Y en él… mi foto.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi hermana me observaba fijamente mientras yo me acercaba, erizado, como si estuviera dentro de una pesadilla.
—Erick… ese día del trasteo sufriste un accidente —dijo, arrodillándose frente a mí.
No… no, no, no. Esto solo pasaba en las películas. Esto era una broma... ¿cierto?
—Ese día me pediste que te acompañara —dijo Manuel, con la voz quebrada—. Yo acepté… e invitaste también a Alejandra. Estábamos los tres.
—No lo recuerdo… —susurré, hipnotizado por mi propia imagen en ese altar.
—Te amamos, Erick… pero no podemos dejarte quedarte aquí —dijo mi hermana, tragando lágrimas.
—No entiendo —dije, mientras las lágrimas ya me caían por el rostro.
Mi mamá suspiró. Me envolvió en un abrazo fuerte. Un abrazo que dolía.
—Hijo… ese día, mientras ayudaban a tu abuela, un conductor ebrio perdió el control del bus. Los arrolló a los dos.
No podía ser. No quería que fuera cierto.
—¿Quieren decir que estoy… en coma? ¿Y mi alma está aquí con ustedes?
Mi madre negó con la cabeza y señaló la foto.
Me acerqué con el corazón en un puño.
Mi foto.
Mi nombre.
Mi fecha de nacimiento.
Mi fecha de muerte.
Miles de pensamientos explotaron en mi mente. Pero uno solo me dejó completamente paralizado.
No llevaba un día muerto… llevaba un año.