El avión descendió sobre Manhattan como un ave herida buscando un lugar donde caer. Yo apreté la frente contra la fría ventanilla, viendo cómo la isla se extendía debajo, un paisaje de acero y ambición que me había robado el alma y me había devuelto una cáscara vacía. Dos años. Dos largos años de un silencio que resonaba más fuerte que cualquier grito. Setenta y tantas lunas en las que la única imagen que me mantenía con vida era la de un pequeñín con ojos iguales a los míos.
El aterrizaje fue suave, pero a mí me sacudió hasta la médula. Cada paso por el aeropuerto era un viaje a través de un túnel del tiempo hecho de recuerdos dolorosos. El murmullo de los viajeros, el olor a café caro y perfume de duty-free… todo me resultaba a la vez familiar y profundamente ajeno. Era una fantasma en la ciudad que una vez fue mi hogar.
No llevaba equipaje. Solo un bolso de lona gastado con algo de ropa, mis ahorros miserables en efectivo y una foto arrugada de Benjamín con apenas unos meses. Todo lo demás, las telas caras, las joyas, la vida de opulencia que Sebastian Blackwood me había proporcionado, se había quedado atrás, como la piel de una serpiente que había mudado para poder sobrevivir.
El rugido de la ciudad me golpeó como una bofetada en cuanto puse un pie en la acera. Nueva York. Dos años habiendo pasado, y aún olía a ambición, a humo de pretzel caliente y a perfume caro. Pero para mí, ahora olía a miedo. Un miedo agridulce que me atenazaba el estómago y me nublaba la vista con un velo de lágrimas que me negaba a derramar. No aún.
Benjamín.
Su nombre era un mantra, un dolor tan profundo y dulce que me partía el alma en cada latido. Lo había dejado todo. Lo había dejado a él. La decisión más desgarradora, tomada en la noche más oscura, bajo un miedo que me paralizaba el alma y me nublaba el juicio. Había huido creyendo, con la certeza desesperada de una fiera acorralada, que era lo único que podía hacer. Ahora, cada paso que me acercaba a la ciudad era una penitencia, una oración muda pidiendo una segunda oportunidad que sabía, en el fondo de mi corazón, que no merecía.
No merecía su perdón. No merecía la compasión de los que quedaron atrás. Pero lo necesitaba. Lo necesitaba con una desesperación visceral que me nublaba la razón y me hacía temblar las manos.
Tomé un taxi. La mirada del conductor se clavó en mí a través del retrovisor, evaluando mi ropa sencilla, mis ojos enrojecidos.
—¿Adónde, señorita?
Contuve el aliento. La dirección me quemó los labios, un hechizo maldito que me llevaba de vuelta al corazón de mi pesadilla.
—A la Quinta Avenida. Junto al Central Park —susurré.
El hombre arqueó una ceja, pero asintió en silencio. El contraste entre mi apariencia y mi destino era demasiado obvio.
El trayecto fue un sueño febril. Los neones de Times Square, la elegancia serena de los edificios de piedra caliza… Nueva York no había cambiado. Era yo quien lo había hecho. La mujer que había huido no era la misma que regresaba. Esa había muerto de miedo y culpa. La que volvía estaba hecha solo de esperanza desesperanzada y amor materno.
El taxi se detuvo frente a la imponente residencia de la Quinta Avenida. La verja negra, los ventanales altos, el silencio soberbio que emanaba de la piedra blanca. Mi antiguo hogar. Mi antigua prisión.
El nombre de mi hijo latía en mis sienes al ritmo de mis tacones sobre el cemento. Cada paso me acercaba a él, a la razón por la que había vuelto. Había huido para protegerlo, para protegerlos a ambos de una verdad que me habría destrozado. Pero la huida misma se había convertido en otra herida, una que sangraba sin cesar en mi alma.
Toqué el timbre, el corazón encogido. La puerta se abrió por una mujer joven y de rostro severo que no reconocí. La nueva niñera.
—¿Sí? —preguntó, escaneándome con una mezcla de curiosidad y desconfianza.
—Soy Clara —dije, y el nombre sonó a polvo y a olvido.—Clara Blackwood. He venido a ver a mi hijo.
Su expresión se endureció al instante. —El señor Blackwood no está. Y tengo órdenes estrictas de no dejar pasar a nadie.
—Soy su madre —supliqué, sintiendo cómo el pánico empezaba a trepar por mi garganta.—Solo quiero verlo. Un minuto. Por favor.
—Lo siento —dijo, y su tono era frío, definitivo.—Órdenes del señor Blackwood. —Y entonces, tras ella, en el vasto salón, lo vi. Un pequeño de rizos castaños, concentrado en apilar bloques de colores. Benjamín. Mi corazón dio un vuelco tan violento que creí que me desmayaría.
—¡Benji! —grité, sin poder contenerme.
El niño alzó la vista, sus grandes ojos claros se posaron en mí por un segundo. No hubo reconocimiento. Solo una leve curiosidad antes de volver a sus bloques. La niñera, con una mirada de lástima mezclada con desdén, cerró la puerta sin hacer ruido, dejándome al otro lado, con el alma hecha añicos.
La negativa fue un puñal helado. Pero no me rendiría. No podía. Si no me dejaban verlo en casa, tendría que ir a la fuente del poder, al hombre que ahora controlaba cada aspecto de mi vida y la de mi hijo.
El edificio Blackwood Capital se alzaba como un gigante de cristal y acero, escupiendo ejecutivos impecables por sus puertas giratorias. Me sentía diminuta, un fantasma con ropa pasada de moda en un mundo de lujo afilado. Al anunciarme en recepción, el nombre "Clara Blackwood" surtió un efecto instantáneo. Susurros. Miradas furtivas. Una llamada rápida.
—El señor Blackwood dice que pase —dijo la recepcionista, con una voz que no disimulaba su asombro.
El ascensor hasta el ático fue un viaje en silencio, mis reflejos pálidos en los espejos pulidos. Las puertas se abrieron a un vestíbulo silencioso, alfombrado, con vistas panorámicas que dejaban Manhattan a sus pies. Y entonces, la puerta de roble de su oficina se abrió.
Él.
Sebastián.
El aire se me cortó. Dos años no lo habían desgastado; lo habían forjado. Parecía más alto, más ancho de hombros, encapsulado en un traje a medida de un azul tan oscuro que casi era negro. Su mandíbula estaba más definida, su mirada… Dios, su mirada. Esos ojos grises que antes podían ser fríos pero a veces tenían destellos de calidez, ahora eran de hielo puro. Posesivos. Elegantes. Y crueles.