Iba a hablar. Iba a suplicarle de rodillas, a aferrarme a sus piernas y jurarle que prefería morir antes que volver a alejarme de nuestro hijo. Las palabras, afiladas y desesperadas, se acumulaban en mi garganta, listas para estallar en una súplica que sabía inútil pero necesaria.Cada mirada que me lanzaba Sebastián era una aguja que se clavaba en mi piel, recordándome que el hombre que una vez amé se había convertido en un extraño de mirada gélida.
Pero el sonido cortó la tensión como un cuchillo: el chasquido suave de la manija de la puerta.
La enorme puerta de roble de la oficina de Sebastián se abrió unos centímetros, y una figura menuda se coló por la abertura. Un remolino de rizos castaños despeinados y pantaloncitos de seda azul. Mis pulmones olvidaron cómo funcionar. El aire se espesó alrededor mío, pesado como el plomo, mientras mis ojos se enfocaban en esa aparición que trastocaba por completo el campo de batalla en el que nos encontrábamos
—¡Papá! —gorjeó una vocecita, dulce como la miel, dirigida a Sebastián con una confianza que me partió el alma en dos.
Era él. Benjamín.
Mi corazón se detuvo y luego galopó con una fuerza brutal contra mis costillas. El mundo se desvaneció. La lujosa oficina, la vista panorámica de Manhattan, la presencia aplastante de Sebastián… todo se difuminó en un borrón gris. Solo existía él. Mi pequeño. Mi razón de ser. El pedazo de mi alma que había arrancado de mi pecho al irme y que ahora tenía delante, más real que en cualquier sueño o recuerdo.
Mis ojos, los que todo el mundo decía que había heredado de mí, grandes y de un color avellana curiosos, se posaron en su padre con adoración. Sus pequeñas manos, regordetas y perfectas, se aferraron al costoso tejido del pantalón de Sebastián, buscando refugio en la figura que representaba todo su mundo. Y yo, que había sido parte fundamental de ese mundo, era ahora una espectadora, una intrusa en la vida que había ayudado a crear.
—Señor Blackwood, lo siento muchísimo —la voz temblorosa de la niñera, pálida como la cera, surgió desde el umbral—. Se me escapó, estaba inquieto y…
Pero su voz fue solo un zumbido lejano, un mosquito molesto en la inmensidad del momento. Yo no podía apartar la mirada de él. De mi hijo. Cada detalle de su carita era un puñalazo de nostalgia y amor. Las pecas que le salpicaban la nariz, el hoyuelo en su barbilla, la manera en que fruncía el ceño al concentrarse… Todo era igual y todo era diferente. Había crecido, y yo me había perdido dos años de esos cambios.
Gruesas lágrimas, calientes y saladas, rodaron por mis mejillas sin permiso, sin control. No hubo sollozos, solo un silencioso torrente de dolor, de amor, de una pérdida tan abismal que me dejó sin aire. Benjamín. La cosa más perfecta que mi vida había creado. La razón de cada latido desde que supe de su existencia. Y allí estaba, a solo unos pasos de distancia.
Sus ojitos almendrados, tan serios y llenos de esa curiosidad infantil que todo lo examina, se despegaron de Sebastián y se clavaron en mí. Una leve sombra de desconcierto surcó su pequeña frente. ¿Quién era esta mujer extraña que lloraba frente a papá?
Su mirada era inocente, libre de rencor, pero también de reconocimiento. Era la mirada que se le da a un extraño, y eso me destrozó más que cualquier grito de Sebastián.
Un impulso primario, animal, me hizo dar un paso tambaleante hacia él. Mi brazo se alzó, tembloroso, anhelando tocar su mejilla, enredar mis dedos en esos rizos suaves, comprobar que era real, que estaba aquí, vivo y respirando a solo unos metros de mí. Necesitaba sentir el latido de su corazón bajo mi palma, necesitaba inhalar su aroma a bebé, a talco, a futuro.
—Benji… —logré susurrar, y mi voz sonó a garganta rota, a sueño, a plegaria desesperada.
Pero la orden no se hizo esperar. Fría, cortante, dirigida no a mí, sino a la niñera, pero cuyo verdadero objetivo era mi corazón.
—Sal. —La voz de Sebastián no alzó el volumen, pero tenía la filosa autoridad de una espada desenvainada. No había espacio para la discusión, para el error. Era un emperador desterrando a un siervo.
No me miró. Su orden era para desterrar a la mujer, pero el mensaje para mí era claro como el cristal: Él no es tuyo. No lo toques. No te acerques. Este no es tu lugar. Nunca más lo será.
La niñera, aliviada y aterrada a la vez, se apresuró a entrar, murmurando disculpas, y tomó con suavidad la manita de Benjamín.
—Vamos, pequeño —le dijo en un tono cantarín, forzado, intentando restarle drama al momento.— Papá está ocupado.
Benjamín me lanzó una última mirada curiosa, esos ojos que me traspasaban el alma, antes de dejarse guiar. La puerta se cerró de nuevo con un clic suave pero definitivo, ahogando el leve arrastrar de sus piececitos por el suelo pulido, dejándome a solas con el hombre que me había robado el cielo y el infierno en un solo instante.
El silencio que quedó fue más ensordecedor que cualquier grito. Las lágrimas seguían fluyendo, silenciosas, imparable, surcando caminos salados en mi piel. Sebastián seguía plantado frente a mí, su traje impecable, su expresión tallada en granito. Pero ahora, entre nosotros, flotaba el eco de una mirada infantil y el sonido de una vocecita que le llamaba papá. Ya no solo éramos él y yo, dos adversarios en una guerra de orgullo y dolor. Ahora, en el centro de todo, estaba la pequeña y perfecta razón por la que estaba dispuesta a morir o a matar.