—No me voy a ir —dije, y mi voz, aunque temblorosa, no se quebró. Las lágrimas aún humedecían mis mejillas, pero la desesperación había dado paso a una determinación férrea que ardía en mi pecho como una brasa viva.— Regresé para recuperar a mi bebé, y es eso lo que voy a hacer. No importa lo que me pongas por delante, Sebastián. No importan tus guardias, tus abogados o tus amenazas. Me enfrentaré a todo con tal de tenerlo cerca aunque sea un minuto más.
Sebastián me miró. No era una mirada de furia explosiva, sino algo mucho peor: una fría, absoluta y demandante evaluación, como si examinara una mota de polvo, basura en el suelo de su inmenso palacio de cristal y acero. Su desprecio era tan tangible que el aire a mi alrededor pareció enfriarse, haciéndome sentir como un espécimen raro bajo el lente de un microscopio. Sus ojos, del color del acero bajo la lluvia, barrieron cada centímetro de mi rostro, mi postura encogida, mi ropa sencilla y pasada de moda, y encontraron mil defectos, mil razones para desestimarme.
Sin decir una palabra, con una calma que aterraba, giró sobre sus talones y caminó con pasos lentos y deliberados hacia la puerta. Mis uñas se clavaron en las palmas de mis manos, dejando medias lunas rojas en mi piel. Mi corazón, que por un momento se había alzado con valentía, se hundió en un pozo de confusión y miedo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Iba a llamar a seguridad para que me arrastraran fuera del edificio? ¿Iba a hacer cumplir su amenaza delante de los ojos inocentes de nuestro hijo?
Abrió la puerta y murmuró algo en voz baja a alguien del otro lado. No pude distinguir las palabras, pero el tono era cortante, una orden impartida sin lugar a réplica. Los segundos que siguieron fueron una eternidad de agonía silenciosa. El tic-tac del elegante reloj de pared sonaba como martillazos en mis sienes.Y entonces, volvió a entrar. Y en sus fuertes brazos, contra su pecho amplio, traía a mi pequeño.
Benjamín.
El mundo se redujo de nuevo a él. Todo lo demás—la oficina lujosa con sus muebles de diseño, las frías obras de arte, la guerra silenciosa con Sebastián, mi propio dolor desgarrador—se desvaneció en un segundo plano borroso y sin importancia. Solo existía ese pequeño ser de rizos castaños y ojos brillantes.
—Hola, mi amor —logré balbucear, mi voz un hilo cargado de una emoción tan vasta que amenazaba con ahogarme.
El niño me miró con sus ojos avellana, grandes y curiosos. Luego, alzó la mirada hacia su padre, buscando orientación, confundido por la tensión eléctrica que debía sentir en el aire, tan espesa que casi podía tocarse. Sus pequeñas cejas se fruncieron ligeramente, intentando descifrar el drama adulto que se desarrollaba frente a él.
—Soy mamá, mi amor —susurré, extendiendo mis manos temblorosas hacia él, anhelando sentir su calor, la suavidad de su piel.— Soy tu mami.
Y entonces, sucedió. Benjamín me sonrió. Una sonrisa tan dulce y llena de luz que podría haber derretido el hielo del Polo Norte. Mostró sus pequeños y perfectos dientecitos, y un pequeño y tímido "¡Aaah!" escapó de sus labios, como un saludo, como un reconocimiento instantáneo que traspasó toda barrera de tiempo y ausencia.
—Ella es tu madre, Benjamín —dijo Sebastián. Su voz era neutra, plana, carente de toda inflexión, como si estuviera leyendo una cláusula de uno de sus aburridos contratos. No había calidez, ni ánimo, solo una declaración fría de un hecho que a él le repugnaba profundamente. Era la forma de recordarme que, para él, yo solo era un dato biológico, un error del pasado que había osado regresar.
No sé si el niño entendió las palabras, pero algo en mi rostro bañado en lágrimas, en el temblor de mis manos, o quizás en ese lazo invisible que nunca se rompe, ese instinto primal que une a una madre y su hijo, le llamó. Me acerqué a Sebastián, desafiando la barrera invisible de su espacio personal, el aura de poder y desdén que lo rodeaba, e intenté tomarlo.
Por un instante, Benjamín se resistió, aferrándose al costoso tejido del traje de su padre, buscando la seguridad familiar de esos brazos fuertes que habían sido su refugio durante dos años. Un latigazo de dolor me atravesó al verlo rechazar mi abrazo, al comprobar que yo era una extraña en su mundo.
—Soy tu mamá, mi amor. Ven —insistí, suplicando con los ojos, con el alma, con cada fibra de mi ser.— Por favor.
Él miró de nuevo a su padre, buscando aprobación, una señal. Sebastian permaneció impasible, un dios de piedra concediendo un favor mezquino. Y entonces, como si una pequeña chispa de curiosidad o de reconocimiento ganara la batalla a la timidez, Benjamín se inclinó ligeramente hacia mí.
Y lo tuve.
Mis brazos, tan vacíos durante dos años interminables, tan livianos sin su peso, se cerraron alrededor de su cuerpecito cálido y suave. Lo apreté contra mi pecho con una fuerza que rayaba en lo desesperado, sintiendo el latido acelerado de su pequeño corazón contra el mío, un ritmo sincopado que recordaba en lo más profundo de mi ser, un tambor que había marcado los nueve meses dentro de mí y los primeros doce fuera. Era real. Estaba aquí. No era un sueño, no era un fantasma. Era mi hijo.
Y lloré. Lloré como nunca lo había hecho. No con sollozos de desesperación, sino con un torrente silencioso y abrumador de alivio, de amor, de una dicha tan profunda que era casi un dolor. Escondí la cara en su cuello, inhalando profundamente, ahogándome en él.
Su olor.
Era maravilloso. Era el olor a talco de la crema que siempre le ponía cuando era apenas un recién nacido, el suavizante de la ropa, a algo dulce y afrutado que no podía identificar—quizás el champú—y, debajo de todo, su esencia única, pura e inconfundible. El olor de mi hijo. El olor a cielo. Ese aroma que había perseguido en mis sueños y que ahora llenaba mis pulmones, curando una herida que había supurado durante veinticuatro meses.
Por un momento, todo fue perfecto. El universo entero se redujo a su calor, su peso en mis brazos—mayor del que recordaba—, su olor. Era mi pedacito de cielo, finalmente de vuelta donde pertenecía. Cerré los ojos, aislándonos en nuestra burbuja, ignorando el resto del mundo, ignorando al hombre que observaba impasible nuestra reunión.