Me levanté con Benjamín en brazos, sintiendo su peso, su calor, como un escudo viviente contra la frialdad glacial que emanaba de Sebastián. La determinación, recién forjada en el fuego de haberlo tenido cerca, me enderezó la espalda y afianzó mi postura. Ya no era la suplicante que había llegado arrastrándose; era la madre que reclamaba lo que era suyo por derecho natural y por un amor que ningún documento o decreto podía anular.
—¿Y ahora cómo vamos a hacer esto? —pregunté, y mi voz sonó más firme de lo que me sentía por dentro, donde un ejército de mariposas de nervios revoloteaba en mi estómago.
Sebastián arqueó una ceja perfectamente delineada, un gesto de puro desprecio que había perfeccionado en los salones de la alta sociedad. —¿A qué te refieres? —preguntó, como si mi pregunta fuera el disparate más absurdo que hubiera escuchado.
—Ahora que tengo a mi bebé en mis brazos, ahora que lo he sentido, que he respirado su olor… no voy a dejarlo ir. —Declaré cada palabra con una claridad que me sorprendió a mí misma, acariciando la mejilla suave y aterciopelada de Benjamín, que me miraba con esa curiosidad infantil que todo lo absorbe—. Voy a luchar hasta el final. Hasta mi último aliento.
—Papa —balbuceó entonces el pequeño, como si respondiera a mi declaración de guerra, y estiró sus bracitos hacia su padre, buscando la seguridad familiar de ese otro universo que conocía, el universo ordenado y predecible que Sebastián representaba.
Sebastián lo tomó con una naturalidad que me dolió profundamente, con la facilidad de quien ha realizado ese gesto miles de veces, y Benjamín se acomodó en su hombro como un pequeño marsupial, chupándose el dedo con una seriedad cómica mientras observaba la escena con sus ojos avellana, demasiado sabios para un niño de su edad.
—Ahora no pasará nada —dijo Sebastián, con una calma tan absoluta que resultaba aterradora—. Todo seguirá como era. Tú regresas al agujero del que saliste, y yo sigo con mi vida como si nunca hubieras regresado. Como si fueras un fantasma que se desvanece con la primera luz del amanecer.
—Sabes que eso no va a pasar, ¿verdad? —Me acerqué a él, sintiéndome ridículamente pequeña e insignificante frente a su imponente figura, pero negándome a ceder un centímetro de terreno—. También tengo derechos sobre el niño. Soy su madre. La que lo llevó nueve meses dentro, la que lo parió, la que lo amamantó. —La amargura tiñó mi voz—. Quiero estar cerca de él hasta que se adapte a mi presencia. Hasta que deje de verme como una extraña. Y como me imagino que la sola idea de respirar el mismo aire que yo te resulta repugnante —añadí, con un punto de amargura que sabía que lo golpearía—, podría llevármelo a un alquiler. Lejos de aquí. Donde podamos reconstruir nuestro vínculo en paz.
La mención de alejar a su hijo hizo que su mirada se volviera de hielo puro. Los músculos de su mandíbula se tensaron visiblemente. —No vas a alejar a mi hijo de mí —rugió, y la furia contenida en su voz hizo que Benjamín se sobresaltara levemente, apretándose más contra el costoso tejido de su traje—. Ni un solo kilómetro.
—¡Entonces ¿cómo se acostumbrará a mí?! —exclamé, la desesperación trepando por mi garganta como una enredadera venenosa—. ¡No me conoce, Sebastián! ¡Me ve como a una extraña! ¡Tienes que darme la oportunidad de…!
Hubo un silencio pesado, cargado de electricidad estática. Sebastián observó a Benjamín, que miraba de uno al otro con una seriedad que parecía beyond sus dos años, como si intuitivamente entendiera la tensión que latía en el aire, la batalla silenciosa que se libraba por él. Esa mirada precoz me partió el corazón.
—Hay una sola solución —dijo al fin, su voz fría y calculadora de nuevo, la voz del CEO que negocia una adquisición hostil—. Te quedarás en el penthouse.
La sorpresa debió ser tan evidente en mi rostro que por un segundo su máscara de impasibilidad se resquebrajó con un destello de satisfacción perversa. Me quedé boquiabierta, absolutamente incapacitada para articular palabra, para procesar la bomba que acababa de soltar.
—Solo hasta que encuentres trabajo y una casa estable —aclaró, como si estuviera dictando los términos de un contrato leonino—. Un trabajo decente, se entiende. Ahí, y solo entonces, decidiremos un régimen de visitas. El tiempo que cada uno pase con el niño. —Hizo una pausa deliberada, dejando que las implicaciones de sus palabras se asentaran como una losa sobre mí—. Bajo mi supervisión, por supuesto.
Mis pensamientos giraban a toda velocidad, chocando entre sí como bolas de billar en una mesa. ¿Vivir bajo su mismo techo? ¿En la jaula dorada de la que había escapado con el corazón en pedazos? ¿Dormir bajo el mismo territorio que él dominaba por completo? Era una locura. Una tortura exquisitamente diseñada. Pero también… también era tiempo. Tiempo ilimitado, o al menos extendido, con Benjamín. Tiempo para que me conociera, para que cada día mi rostro le fuera menos extraño. Tiempo para que me quisiera. Tiempo para pelear desde dentro, para encontrar grietas en su armadura de hielo, para recolectar pruebas, para ganar terreno palmo a palmo. Era una trampa, lo sabía con cada fibra de mi instinto. Pero era una trampa que venía adornada con la única carnada a la que no me podía resistir: más momentos como el que acababa de vivir. Más "'Tá, mami". Más de su olor a cielo. Más de su risa de campanillas.
—¿Tu penthouse? —logré repetir, atónita, aún incapaz de creerlo.
—Es la única forma de que no lo alejes —dijo, con una lógica tan aplastante que resultaba obscena—. Y la única forma de que yo pueda… supervisar la situación. —Su mirada recorrió mi cuerpo de arriba abajo, y supe, con una certeza que me heló la sangre, que "supervisar" significaría controlar cada uno de mis movimientos, cada llamada, cada salida.
Benjamín, como si sintiera el peso abrumador de la decisión que se cernía sobre nosotros, gorjeó y señaló hacia la ventana panorámica. —’Uela —dijo, distraído por un pájaro que pasaba volando, ajeno por completo al terremoto que su sonrisa inocente había desatado.