El mundo se había reducido a este instante, a este pequeño milagro que respiraba en mis brazos. Las lágrimas aún resbalaban por mis mejillas, pero ahora eran de una felicidad tan pura que casi dolía. Sebastián seguía allí, una sombra imponente y fría junto a su escritorio, pero incluso su presencia helada no podía apagar el sol que brillaba dentro de mí. Cada partícula de mi ser se concentraba en el peso cálido de Benjamín en mi regazo, en el leve olor a talco que emanaba de su piel, en la confianza con la que se había acomodado contra mí, como si los dos años de ausencia no hubieran existido más que en mi propio corazón destrozado.
—¿Puedo…? —balbuceé, sin atreverme a mirar directamente a Sebastián, señalando con un leve movimiento de cabeza los dos sillones de cuero negro que había frente al imponente escritorio de caoba. Sentarme allí, en ese territorio neutral pero aún dentro de su dominio, significaría unos preciosos minutos extra con mi hijo. Unos minutos que robarle a su ira, a su desprecio.
Él no respondió con palabras. Solo hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza, un movimiento de aquiescencia que era más una concesión despectiva que un permiso. Un gesto de quien permite un capricho a un subalterno. Me bastó. Habría aceptado mucho menos con tal de tener a Benjamín un poco más cerca.
Me senté con cuidado en el borde del sillón, como si cualquier movimiento brusco pudiera romper el hechizo y hacerlo desaparecer. Ajusté a Benjamín en mi regazo, hacia mí, mis manos temblorosas rodeando su cuerpecito menudo. Sus grandes ojos avellana me miraban con una curiosidad absoluta, examinando cada uno de mis rasgos con la intensidad concentrada de un científico. Una de sus manitas, regordeta y suave, se alzó y tocó mis lágrimas húmedas, siguiendo el rastro salado con una expresión de profunda perplejidad.
—Aua? —preguntó, con una vocecita llena de preocupación infantil, tan dulce que me partió el alma en mil pedazos.
Una risa entrecortada por el llanto se me escapó, un sonido extraño y rejuvenecedor que no había hecho en años. —No, mi amor, no es aua —le aseguré, tomando su manita entre las mías y besando cada uno de sus nudillos perfectos.—Mami está… feliz. Muy, muy feliz de verte.
Él frunció el cejo, procesando la información nueva, su pequeña mente trabajando a toda velocidad para descifrar la contradicción entre las lágrimas y la afirmación de felicidad. —Feiz? —repitió, probando la palabra nueva, saboreando sus sonidos.
—Sí, corazón, feliz —confirmé, ahogando otro sollozo de emoción pura. Le acaricié suavemente uno de sus rizos castaños, tan suaves como la seda.—¿Te acuerdas de mí, Benji? ¿Aunque sea un poquito? ¿En algún rinconcito de aquí? —Toqué suavemente su pequeña sien.
Benjamín se quedó quieto, mirándome fijamente, sus ojos escudriñando los míos como si buscara un espejo, un recuerdo enterrado en lo más profundo de su ser. Luego, como si un velo se levantara, su sonrisa tímida y encantadora volvió a aparecer, iluminando su rostro por completo. —’Tá —dijo, con una convicción absoluta, como si concediera un gran secreto que solo nosotros dos compartíamos.
—Sí, aquí estoy —susurré, sintiendo que mi corazón se expandía en mi pecho hasta doler, hasta sentirlo demasiado grande para contener tanta dicha.— Mami está aquí. Y no se va a ir. —La promesa era tanto para él como para mí, un juramento silencioso que grabé a fuego en mi alma.
Su atención, volátil como la de cualquier niño de su edad, se desvió entonces hacia mi pelo, que caía en ondas sobre mi hombro. Lo agarró con sus deditos regordetes, fascinado por la textura. —Pelo —afirmó, muy serio, como un explorador nombrando un descubrimiento científico de gran importancia.
—Sí, es el pelo de mami —reí, una risa ligera y libre que me limpió el alma de años de polvo y tristeza.—¿Te gusta?
—Bonito —declaró con la autoridad de un crítico de arte, soltando el mechón para señalar con ese mismo dedo inquisitivo la punta de mi nariz.— ’Narita.
—¡Exacto! ¡Narita! —jugué a tocarla suavemente, y él rió, una risa de campanillas cristalinas que era la música más hermosa que había escuchado en dos años interminables. El sonido llenó la lujosa oficina, desafiando la opresiva solemnidad del lugar.—¿Y éstos? —pregunté, señalando sus propios ojos, esos ojos que eran un reflejo de los míos.
—Ojos —respondió, hinchando el pecho con orgullo por conocer la palabra correcta.
—¡Muy bien! ¡Son tus ojos preciosos! —lo elogié, y él se sonrojó de placer, escondiendo la cara un segundo contra mi pecho en un gesto de timidez adorable antes de volver a mirarme, esta vez con una chispa juguetona en la mirada.
—’Ueso —dijo, señalando con determinación hacia el escritorio de Sebastián, donde un moderno pisapapeles de cristal tallado con forma de prisma brillaba bajo la luz tenue de la lámpara de escritorio.
—Sí, es un hueso… de cristal —improvisé, siguiendo su juego, maravillada por la dirección que tomaba su curiosidad.
—Brilla —observó, fascinado por los reflejos que creaba la luz al atravesar el cristal.
—Sí, brilla mucho —asentí, perdida por completo en él, en cada palabra mal pronunciada pero perfecta, en cada gesto, en cada parpadeo. Era un pequeño explorador, un filósofo que descubría el mundo con un vocabulario limitado pero infinitamente maravilloso. Cada sílaba que salía de su boca era una joya, una palabra de azúcar que endulzaba la amargura que había cargado por tanto tiempo.
De reojo, sin poder evitarlo, vi la figura de Sebastián. Seguía de pie, inmóvil, apoyado contra el borde de su escritorio, observando la escena con una expresión impenetrable. Ya no era de desprecio abierto, sino de… estudio. De análisis profundo. Como si estuviera examinando una interacción biológica peculiar que no terminaba de comprender, un experimento social que desafiaba sus expectativas. Su silencio era un peso tangible, un recordatorio constante de que este momento de gracia era prestado, frágil y dependía por completo de su voluble voluntad. ¿Cuánto tiempo me concedería? ¿Qué estaba calculando detrás de esos ojos grises e inescrutables?