Crucé el umbral del penthouse y el aire se me atragantó en la garganta. La jaula dorada. Todo estaba inmaculado, exactamente como lo recordaba: los altos ventanales que mostraban un Manhattan, los muebles de diseño minimalista en tonos neutros, el silencio sepulcral que solo el dinero puede comprar. Un lugar tan perfecto como estéril.
Pero entonces lo vi. Un pequeño detalle que sobresalía como una herida abierta en aquella perfección. En la mesa de centro de mármol, junto al lujoso sofá blanco donde alguna vez nos habíamos recostado juntos, había una foto en un marco de plata.
Mis pies me llevaron allí sin que yo lo decidiera. Las piernas me temblaban. Era una foto de Benjamín, con un gorrito de cumpleaños, sus mejillas sonrojadas y una sonrisa babosa que me partió el alma. Estaba en brazos de Sebastián, quien lucía una sonrisa relajada, genuina, que no le había visto en años. Él celebraba el primer año de nuestro hijo. Y yo no había estado allí.
Un dolor punzante, físico, me atravesó el pecho. Me agarré del respaldo del sofá para no caer. Sus primeros pasos, su primera palabra, su primer pastel de cumpleaños ensuciándose todo el rostro. Me los había perdido. La culpa, esa compañera constante, me apuñaló con más fuerza que nunca.
—Te asignaré una habitación —la voz de Sebastián, fría y factual, me arrancó de mi agonía. Había entrado detrás de mí, observándome, midiendo mi reacción.
—De acuerdo —susurré, sin fuerzas para otra cosa que no fuera la aceptación. Mi voz sonó débil, derrotada.
—Date una ducha y cámbiate de ropa —ordenó, su mirada recorriendo mi cuerpo con desaprobación.—Hueles a calle.
El rencor burbujeó dentro de mí, caliente y amargo. —¿Me seguirás ordenando cada movimiento? —pregunté, con más desafío del que sentía.
—Mientras vivas bajo mi techo, sí —respondió sin inmutarse.— La habitación de invitados al final del pasillo a la derecha. No quiero verte deambulando por la casa.
Caminé por el pasillo, sintiendo la alfombra mullida bajo mis pies descalzos. La habitación era enorme, lujosa, impersonal. Como una suite de hotel de cinco estrellas. Todo era blanco, beige y gris. No había alma. Me quité la ropa, sintiendo el peso del día, de los años, sobre mis hombros. Entré en la ducha y dejé que el agua caliente me golpeara la espalda, mezclándose con mis lágrimas silenciosas. Lavé mi ropa interior a mano con el jabón de lujo que había en la repisa, colgándola luego en la manija de la ducha para que se secara. No tenía mucho más en mi bolso.
Salí del baño envuelta en una de las grandes y esponjosas toallas blancas, sintiéndome vulnerable y expuesta. En ese momento, llamaron a la puerta. Unos golpes secos y autoritarios que solo podían ser de él.
—¿Sí? —dije, apretando la toalla contra mi cuerpo.
La puerta se abrió sin esperar una invitación. Sebastián estaba allí, de pie en el marco, con una camisa negra de seda colgando de su dedo. Su mirada me recorrió de arriba abajo, deteniéndose en donde la toalla se ajustaba a mis curvas, y por un segundo, creí ver un destello de algo caliente y oscuro en sus ojos antes de que su expresión se volviera impenetrable de nuevo.
—Ponte esto —dijo, extendiendo la camisa hacia mí.
—No es necesario —respondí, conteniendo un temblor.—Tengo ropa en mi bolso.
—Esos trapos ya los tiré —declaró, como si anunciara que había sacado la basura.
Mi entrecejo se frunció, y la rabia, esta vez, pudo más que el miedo y la pena. —¿Los tiró? —repetí, con una voz que empezaba a vibrar de indignación—. ¿Con qué derecho? ¡Era lo único que tenía!
—Este no es un hostal para mochileras, Clara —espetó, con un desdén que me hizo sentir más pequeña que una hormiga.—Aquí se viste como corresponde. Y esa ropa… —hizo un gesto de disgusto—… no corresponde. Huele a pobreza y a pasado. Dos cosas que no tolero bajo mi techo.
—¡Es mi ropa! —protesté, sintiendo cómo el calor de la humillación me subía por el cuello.
—Era tu ropa —corrigió, y arrojó la camisa sobre la cama.— Ahora tienes esta. Es la única que encontrarás en el armario. Mañana, alguien vendrá a tomarte las medidas para un vestuario adecuado. —Su tono no dejaba lugar a réplicas. Era un decreto.
—No necesito que me vistas —dije, con la voz temblorosa pero llena de una furia impotente.—Puedo comprar mi propia ropa.
—Con ¿qué dinero? —preguntó, arqueando una ceja con sarcasmo.—¿Con los ahorros que te quedan después de dos años huyendo? No me hagas reír. —Dio un paso al interior de la habitación, y el espacio de pronto se sintió claustrofóbico.— Mientras estés aquí, serás una extensión de mi imagen. Y mi imagen no se asocia con… eso.
Señaló con desprecio el montón de tela de mi ropa colgada en la ducha. El mensaje era claro: yo también era parte de ese "eso" que despreciaba.
—Ponte la camisa —ordenó de nuevo, y esta vez, su voz tenía un filo peligroso—. O te la pongo yo mismo.
La amenaza flotó en el aire entre nosotros, cargada de una intimidad violenta y no deseada. Me miró fijamente, desafiándome a que me resistiera, casi deseándolo.
Con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho, con la humillación ardiendo en mis mejillas, no me quedó más opción que ceder. Asentí con la cabeza, una vez, breve, sin poder sostener su mirada.
—Bien —dijo él, con una satisfacción fría.—Cena en media hora. No llegues tarde.
Giró sobre sus talones y salió de la habitación, cerrándo la puerta tras de sí. Me quedé allí, de pie, temblando, mirando la lujosa camisa de seda negra sobre la cama impecable. Era suave, costosa, y sin embargo, sentí que me ponía un uniforme de prisionera. Me la puse. La seda fría se deslizó sobre mi piel, oliendo a su colonia, a su poder, a su control. Las mangas me quedaban demasiado largas, las yemas de mis dedos asomando apenas. Me sentí como una niña pequeña vestida con la ropa de un adulto. O como una amante que acaba de ser marcada.
Miré mi reflejo en el espejo del armario. Una extraña me devolvía la mirada. Pálida, con los ojos hinchados por el llanto, enfundada en la prenda de él. Me aferré al cuello de la camisa, sintiendo cómo su fragancia me envolvía, una trampa de seda y orgullo.