Salí de la habitación con pasos hesitantes, la seda negra de la camisa de Sebastián rozando mis muslos como un recordatorio constante de mi nueva realidad. Cada movimiento producía un susurro casi imperceptible que parecía burlarse de mi situación. La suave tela olía intensamente a él, a su colonia amaderada y cara, con ese toque que siempre había asociado con su presencia dominante. Cada vez que inhalaba, me sentía invadida, marcada como su propiedad, como si la prenda fuera una extensión de su control sobre mí.
El penthouse estaba sumido en penumbras, iluminado solo por la luz tenue del atardecer que se filtraban por los imponentes ventanales y por el cálido resplandor que emanaba de la cocina abierta. El contraste entre la oscuridad del resto de la estancia y el oasis de luz alrededor de la isla de cocina creaba un escenario casi teatral. El aire olía a ajo confitado, hierbas frescas y algo deliciosamente tentador que me hizo recordar que no había comido nada sustancial en todo el día. Mi estómago rugió silenciosamente, traicionando mi necesidad.
Y entonces los vi. La escena era tan doméstica, tan normal, que me dejó sin aliento.
Mi bebé, mi Benjamín, estaba sentado en su silla alta de madera clara y diseño escandinavo, frente a la mesa del comedor de mármol, embadurnándose de un puré de verduras de color naranja intenso con una concentración adorable. Sus pequeñas cejas estaban fruncidas en un gesto de suprema concentración mientras intentaba llevarse la cuchara a la boca, pero la mayor parte del contenido terminaba decorando sus mejillas regordetas, su nariz y el babero de lienzo que llevaba puesto. El corazón se me encogió de amor y de un dolor agudo al verlo allí, tan real, tan perfecto, viviendo su pequeña vida cotidiana sin mí. Cada salpicadura de puré era un recordatorio de los momentos que me había perdido.
Sebastián estaba de espaldas a mí, frente a la isla de la cocina.No llevaba camisa. Su espalda, ancha y musculosa, estaba tensa bajo la tenue luz, cada músculo perfectamente definido moviéndose bajo la piel bronceada mientras picaba algo con un cuchillo de chef japonés con precisión quirúrgica. Un delantal negro de lino, absurdamente doméstico contra su aura de poder, le cubría desde la cintura hasta mitad de sus muslos musculosos, atado con un lazo firme sobre sus jeans oscuros ajustados. La imagen era tan surrealista que me dejó paralizada en el umbral durante un largo instante. Sebastián Blackwood, el titán de hierro que comandaba imperios, cocinando semidesnudo en su cocina de diseño worth millones. Era una visión íntima y perturbadora a partes iguales.
Me acerqué a la mesa silenciosamente, hipnotizada por la escena de mi hijo, mi atención completamente absorbida por él. Olvidé por completo la presencia de Sebastián, el peso de la camisa, las reglas absurdas. Me arrodillé junto a su silla alta, la suave alfombra amortiguando mis rodillas.
—Hola, mi cielo —susurré, tomando su manita pegajosa y besándola, sin importarme el puré que se me quedaba en los labios.— ¿Está rica la comida? ¿Te está gustando?
Benjamín me miró con sus grandes ojos avellana, sorprendido por mi aparición repentina. Un hilo de baba y puré de zanahoria le colgaba de la barbilla. Después de un segundo de procesamiento, su rostro se iluminó con una sonrisa que me llegó directamente al alma, mostrando sus pequeños dientecitos, y farfulló algo que sonó como "mamá" pero podría haber sido solo un sonido gutural maravilloso.
—¿Me dejas? —le pregunté suavemente, mi voz temblorosa por la emoción, tomando la cuchara de silicona que sujetaba con puño cerrado.—Vamos, mami te ayuda. Así comes más.
Se la quité con cuidado, con movimientos lentos para no alarmarlo, y tomé un poco de puré del plato . Pero Benjamín, acostumbrado a su independencia recién descubierta y celoso de sus pequeños logros, frunció el ceño y emitió un quejido de protesta, un choriqueo agudo y lastimero de descontento al verse privado de su utensilio. Su carita se enrojeció instantáneamente.
—Shhh, mi amor, solo es un poquito —intenté calmarlo, llevando la cuchara a sus labios con mano temblorosa.—Mira, está delicioso.
Pero fue demasiado tarde. El daño estaba hecho.
El sonido del quejido de Benjamín actuó como un disparo, un detonante instantáneo. Sebastián se dio la vuelta al instante, con una rapidez felina, el cuchillo de chef aún agarrado con firmeza en su mano, su expresión transformada en una máscara de alerta instantánea y peligrosa. Sus ojos, grises y penetrantes como el acero, me atravesaron como láseres, bajaron hasta la cuchara en mi mano, luego al rostro frustrado y a punto del llanto de su hijo, y volvieron a mí, ahora cargados de una ira glacial.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó. Su voz era baja, casi un susurro, pero cargada de una peligrosa calma que era más aterradora que un grito. No era una pregunta, era una acusación, un juicio ya dictado.
—Solo… solo le estaba dando de comer —balbuceé, sintiéndome absurdamente culpable bajo su mirada gélida.—Se estaba ensuciando todo, y…
—Él está aprendiendo a comer solo —declaró Sebastián, dejando el cuchillo sobre la encimera con un golpe seco. Caminó hacia nosotros, descalzo, su presencia llenando el espacio entre la cocina y el comedor—. Es parte de su desarrollo. No necesita que lo hagan por él.
—Él está aprendiendo a comer solo —declaró Sebastián, dejando el cuchillo sobre la encimera de mármol con un golpe seco que resonó en la cocina silenciosa. Caminó hacia nosotros, descalzo, su presencia llenando el espacio entre la cocina y el comedor, imponiéndose sin esfuerzo.— Es parte de su desarrollo. Aprender la coordinación mano-boca, experimentar con texturas. No necesita que lo hagan por él. —Su tono era el de un profesor exasperado con una alumna particularmente lenta.
—Pero la mayor parte termina en el babero, no en su boca —argumenté débilmente, sintiendo cómo la camisa de seda me pesaba como una armadura, cómo el olor a él me nublaba el pensamiento.—No está comiendo lo suficiente.
—Y así aprenderá —replicó él, deteniéndose justo al otro lado de la mesa, su torso desnudo, marcado y poderoso, era una distracción perturbadora, un recordatorio de su fuerza física y de mi vulnerabilidad.—La consecuencia natural de no acertar es quedarse con hambre. La próxima vez se esforzará más. Déjalo. Dale su cuchara. Ahora.
La orden era clara, un ultimátum. Humillada, con las mejillas ardiendo, devolví la cuchara a Benjamín, quien la agarró con victoria inmediata y la clavó en el puré con renovado entusiasmo, esparciéndolo aún más, esta vez sobre la mesa y su propio cabello.
Sebastián observó la escena con aprobación, un esbozo de sonrisa en sus labios al ver la determinación de su hijo. Luego, su mirada volvió a posarse en mí, recorriéndome de arriba abajo con una lentitud deliberada, evaluando la imagen que proyectaba enfundada en su camisa.
—Te queda grande —observó, con un deje de sarcasmo que me hizo desear poder desaparecer.—Pareces una adolescente que ha robado la ropa de su padre. Mañana se solucionará eso. —La promesa sonó como una amenaza.
—No era necesaria tanto drama por una cuchara —murmuré, desviando la mirada hacia Benjamín, incapaz de soportar la intensidad de la suya, la manera en que sus ojos se posaron en el lugar donde la seda se abultaba ligeramente sobre mi pecho.
—Aquí las cosas se hacen a mi manera, Clara —dijo, y su tono no admitía discusión, era plano y final.— Desde la hora a la que se levanta hasta la marca de su crema.—Hizo una pausa dramática, limpiándose las manos en el delantal—. ¿Hungría?
La pregunta me tomó por sorpresa, un giro brusco y desconcertante. —¿Perdón?