Los seguí por el pasillo, mis pies descalzos hundiéndose en la suave alfombra que parecía absorber todo sonido, como si mis pasos fueran fantasmas en lo que una vez fue mi hogar. Me detuve en el umbral de lo que parecía ser la habitación de Benjamín.
Era un espacio sacado de una revista de decoración. Tonos blancos y azules celeste, una paleta serena y costosa. Una cuna de diseño escandinavo, con barrotes de madera clara y ropa de cama impecable. Todo estaba perfectamente organizado, sin un juguete fuera de lugar. Pero lo que más me llamó la atención fue el closet. Era enorme, desproporcionado para un niño, con puertas corredizas de madera que seguramente guardaban una cantidad excesiva de ropa, cada prenda más perfecta y probablemente más cara que la anterior. Típico de Sebastián. La exageración como forma de control.
Avancé hacia el baño adjunto, una suite en miniatura con todos los lujos. La escena que vi allí me detuvo en seco.
Sebastián estaba arrodillado junto a la pequeña bañera de plástico, sus músculos dorsales tensionados mientras sostenía a Benjamín con una mano firme pero gentil. Le enjugaba la espalda con una esponja suave, hablándole en murmullos bajos que no podía distinguir. Su concentración era absoluta, cada movimiento económico y preciso. No dejaba que el jabón ni el agua le cayeran en los ojos, protegiendo su rostro con la palma de su mano como un escudo.
Me quedé observando, escondida en la sombra del corredor, sintiéndome como una intrusa viendo un ritual sagrado del que había sido excluida. La dedicación en sus movimientos, la ternura inesperada en sus gestos... era un lado de Sebastián que rara vez había visto, y nunca dirigido a nuestro hijo. Una lágrima solitaria, caliente y salada, rodó por mi mejilla. Era por la belleza del momento y por el dolor desgarrador de no ser parte de él.
Él enjuagó a Benjamín con agua limpia, vertiéndola con una jarrita para no asustarlo, y luego lo envolvió en una toalla con capucha de animalito, absorbiendo la humedad de su piel con movimientos expertos. Al levantarse, pasó junto a mí en el umbral sin dirigirme la mirada, como si fuera un mueble más del decorado, cargando a nuestro hijo que ahora olía a limpio y a bebé.
Lo siguió hasta la habitación y lo acostó suavemente en el cambiador que estaba junto a la cuna. Benjamín gorjeaba contento, pataleando con sus piernas regordetas mientras su padre le ponía un pañal fresco con la eficiencia de quien ha repetido el gesto mil veces. Cada prenda que le colocaba—un bodies de algodón egipcio y unos pijamitas de seda—era tratada con una reverencia que contrastaba brutalmente con la forma en que había despreciado mi propia ropa.
—Leche, papa —dijo Benjamín entonces, con una vocecita clara y expectante, la voz de un niño que sabe lo que quiere y cuándo lo quiere.
Sebastián asintió con un gesto serio, como si hubiera recibido una orden importante. —Ahora mismo, campeón.
Aproveché la apertura, sintiendo que mi corazón latía con fuerza contra mis costillas. —¿Puedo dormir con él hoy? —pregunté, y mi voz sonó pequeña, mendicante. Detesté sentir que necesitaba su permiso para cada respiro que diera cerca de mi propio hijo.
—Él ya está acostumbrado a su habitación y a su rutina —respondió Sebastián sin mirarme, terminando de abrocharle los botones del pijama a Benjamín.—No voy a alterar su sueño.
—Solo por hoy —insistí, rogando ahora, la vergüenza quemándome por dentro pero siendo superada por la necesidad desesperada de tenerlo cerca.—Por favor, Sebastián. Necesito... necesito sentir que está bien. Que está realmente aquí.
Él no respondió. En lugar de eso, tomó a Benjamín en sus brazos, ya vestido y listo, y salió de la habitación pasando de nuevo a mi lado como si no existiera.
Los seguí, sintiéndome como una sombra, una espectadora no deseada en la vida que me habían robado. Sebastián fue directo a la cocina. Con Benjamín sentado en la encimera, observando con atención, calentó leche en una cacerola—no en el microondas—y la vertió en un biberón con precisión. Agregó un poco de fórmula en polvo, midió la temperatura en su muñeca con un gesto que hablaba de repetición, y solo entonces se lo dio a Benjamín.
El niño tomó el biberón con ambas manos, bebiendo ávidamente en los fuertes brazos de su padre. Sus ojos pesados empezaron a cerrarse casi de inmediato, el ritual y la leche caliente haciendo su efecto. Sebastián se mecía ligeramente, canturreando una canción de cuna en un tono tan bajo que casi no podía oírla. Era una melodía que yo solía cantarle.
Cuando Benjamín terminó, con los párpados completamente cerrados, Sebastián le sacó suavemente el biberón, le limpió la boca con un pañito y lo llevó de vuelta a su cuna. Lo arropó con la manta, le dio un suave beso en la frente—un gesto que me partió el alma—y se quedó mirándolo dormir por un momento, su espalda ancha bloqueando mi vista.
Luego, salió de la habitación y cerró la puerta hasta dejarla entreabierta, enfrentándose a mí por fin en el pasillo oscuro.
—Su rutina no se altera —dijo, su voz un susurro frío que no admitía discusión—. Tú duermes en tu habitación. Él en la suya. Esa es la regla.
—¿Y cuándo podré...?
—Cuando yo lo decida —cortó él, su mirada recorriéndome de arriba abajo, deteniéndose en la camisa que aún llevaba puesta— Y ahora, vete a dormir. Mañana tienes una cita con el personal shopper a las nueve. No tolero la impuntualidad.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia su habitación, dejándome sola en el pasillo, escuchando la respiración tranquila de mi hijo que dormía al otro lado de la puerta, tan cerca y tan inalcanzable como siempre. La jaula dorada, me di cuenta, tenía muchas habitaciones, y la mía era la más lejana de la de él.
Miré a mi alrededor, la cocina ahora vacía y en silencio. El aroma de la cena aún colgaba en el aire, un fantasma delicioso de la cena que no había compartido. Me serví un plato con movimientos automáticos, la porción generosa que Sebastián había dejado en el horno. Me senté sola en la isla de la cocina, el sonido de mis cubiertos contra la fina porcelana sonando estridentemente en el silencio. Cada bocado sabía a victoria y a derrota al mismo tiempo. A nostalgia por una vida que pudo ser y a la amarga realidad de lo que era. Me sentía ajena, como un espectro observando los restos de un banquete al que no había sido invitada.