El placer carnal que Sofia me había proporcionado se esfumó tan pronto como ella salió de la oficina, dejando tras de sí un vacío aún más profundo y un regusto amargo de auto-desprecio. Arreglé mi traje con movimientos bruscos, intentando recomponer la fachada de control que se resquebrajaba por momentos. Necesitaba anclarme a algo real, a algo que sí me perteneciera por completo.
Tomé el teléfono y marqué a la niñera. —Trae a Benjamín a mi oficina. Ahora.
Minutos después, mi heredero entraba caminando por la alfombra persa, con esa sonrisa despreocupada que solo los niños tienen. Lo levanté en brazos, sintiendo el peso sólido y reconfortante de su cuerpo pequeño. Él era mío. Sangre de mi sangre. Lo único puro que había salido de toda esa pesadilla.
—Vamos, campeón —murmuré contra su cabello.—Vamos a ver a la abuela.
La mansión de mi madre, una fortaleza de piedra caliza en el Upper East Side, siempre se mostraba impecable, un monumento al gusto y al poder de los Blackwood. Los altos techos, las escaleras de mármol, los retratos de antepasados de miradas severas… todo hablaba de legado, de un linaje que Clara había amenazado con manchar.
—Mi amor —saludó a mi madre, Eleanor Blackwood, una mujer que parecía haberse hecho un pacto con el tiempo para no envejecer. Vestía un traje de chaqueta de lana color marfil, impecable, con una perla perfecta en cada lóbulo.
Sus ojos, del mismo gris gélido que los míos, se desviaron inmediatamente a mi lado, donde Benjamín aguantaba mi mano con la suya regordeta.
—¡Mi vida! —exclamó, y por un raro instante, su voz perdió la frialdad habitual.—¡Cómo te ha extrañado la abuela!
—Abuela —dijo Benjamín, soltando mi mano para abrazar sus piernas con la confianza de quien siempre ha sido el centro del universo. Ella se inclinó y él le plantó un beso húmedo en la mejilla, que ella aceptó con una sonrisa genuina.
—Madre —dije, recuperando su atención.—Necesitamos hablar.
Eleanor asintió, su expresión volviendo a su serenidad calculadora. —Aline —llamó a la criada que esperaba a una distancia discreta.— Haz que mi niño coma algo. Galletas, no demasiadas.
La mujer tomó a Benjamín en brazos y se lo llevó, mientras mi madre me tomaba del brazo con una firmeza sorprendente y me guiaba hacia el salón principal, una habitación vasta llena de antigüedades y silencio.
Nos sentamos en dos sofás enfrentados junto a la chimenea de mármol negro, fría y vacía.
—Bien, Sebastian —dijo, cruzando las piernas con elegancia.—¿Qué es tan urgente?
Apreté los puños sobre mis rodillas. —Clara volvió.
El cambio en su rostro fue instantáneo. Su ya pálida tez se volvió casi translúcida. Sus labios, finos y siempre perfectamente delineados, se apretaron hasta formar una línea dura. —Esa malnacida —escupió las palabras, cargadas de un veneno que yo solo había visto en ella en contadas ocasiones.— ¿Cómo se atreve? ¿Después de lo que hizo? ¿Después de abandonar a su hijo, de abandonarte, de manchar nuestro nombre?
—Está en el penthouse —confesé, y vi cómo sus ojos se abrían ligeramente, un destello de incredulidad y luego de furia absoluta.
—¿En tu casa? ¿Bajo tu mismo techo? ¿Has perdido la razón, Sebastián? —Su voz era un susurro cortante.—¿Después de todo el dolor que causó? ¿Después de dejarte criando a un bebé solo, con el escarnio público y la compasión de esos buitres que llaman sociedad?
—Tengo mis razones —respondí, manteniendo la voz firme a pesar de la tormenta que veía formarse en sus ojos.—Es la madre de mi heredero. Legalmente tiene derechos. Prefiero tenerla cerca, donde pueda controlarla, que lidiando con sus abogados y sus caprichos desde lejos.
—¡Derechos! —la palabra sonó como un blasfemia en su boca.— ¡Esa zorra perdió cualquier derecho la noche que huyó como una rata! Deberías haberla hecho desaparecer cuando tuviste el chance, Sebastián. Como te dije. Los problemas se resuelven, no se alojan en la habitación de invitados.
Sabía a lo que se refería. Mi madre no era una mujer que creyera en segundas oportunidades. Creía en las soluciones definitivas.
—Benjamín la recuerda —dije, y fue la única razón que se me ocurrió que pudiera hacerla titubear, por cruel que fuera.—Se alegró de verla. Si la alejo a la fuerza, cuando crezca me lo reprochará. Y no toleraré que mi hijo me vea como un monstruo.
Eleanor guardó silencio por un momento, sus dedos largos y enjoyados golpeando ligeramente el brazo del sofá. —¿Y qué planeas hacer con ella? ¿Mantenerla como una mascota? ¿Una prisionera de lujo?
—La mantendré bajo mi supervisión —dije, esquivando la pregunta.—Hasta que se canse, hasta que se dé cuenta de que no tiene cabida aquí y se vaya por su propio pie. O hasta que cometa un error que me dé la justificación legal para alejarla para siempre de Benjamín.
Mi madre me observó con intensidad, como si pudiera leer las mentiras y las medias verdades que ocultaba, la atracción malsana que aún sentía por esa mujer y que me nublaba el juicio.
—Cuidado, Sebastián —advirtió, su voz tan fría como el mármol que nos rodeaba.—Esa mujer es una serpiente. Ya te mordió una vez. No dejes que se enrosque alrededor de tu cuello. O alrededor del de mi nieto. —Se levantó, señalando que la conversación había terminado.—Si se queda, que sea bajo tus términos. Y si se rebela… recuerda quién eres. Un Blackwood. Nosotros no perdonamos las traiciones.
—Voy a dejar a Benjamín contigo —declaré, mi voz resonando en el salón de mi madre como un decreto. No era una petición, era un anuncio.
—¡Benjamín! —llamé, con esa voz gruesa y autoritaria que sabía que él asociaba con obediencia inmediata.
Mi heredero vino corriendo enseguida, con la boca llena de migajas de galletas y una sonrisa que se desvaneció un poco al ver mi expresión severa.
—Campeón, papá te dejará con la abuela un tiempo —dije, agachándome a su altura. Él asintió, un niño obediente acostumbrado a seguir órdenes sin cuestionarlas.— Pórtate bien y hazle caso en todo.