La levanté en brazos como si pesara nada, su cuerpo desnudo y tembloroso contra mi pecho aún vestido. Ella emitió un grito ahogado, de sorpresa, de protesta que se perdió en el aire cargado de nuestra tensión. Caminé con pasos largos y decididos hacia mi habitación, la suite principal que había sido nuestro territorio de pasión y después, mi cárcel de soledad. La puerta ya estaba abierta. La tiré sobre la cama de grandes dimensiones, donde las sábanas negras de satén resaltaron la palidez de su piel, su desnudez total, su vulnerabilidad.
No había tiempo para preliminares. No había espacio para la delicadeza. Dos años. Dos malditos años de abstinencia forzada, de noches vacías, de rechazar cualquier otro cuerpo porque ninguno, ninguno, olía, sabía o se doblegaba como ella. La rabia y el deseo se mezclaban en un cóctel explosivo que nublaba mi razón. Solo existía la necesidad animal de reclamar lo que era mío, de borrar con mi cuerpo toda huella de su ausencia.
Con movimientos bruscos y eficaces, me quité la chaqueta y la arrojé al suelo. La camisa negra, impecable hace minutos, la desgarré, los botones saltando y esparciéndose por la alfombra con un sonido seco. El cinturón con su hebilla de oro siguió el mismo camino. Me quité los zapatos, los pantalones, la ropa interior, hasta quedar tan desnudo como ella, exponiendo la evidencia física de mi deseo furioso e innegable por ella.
Ella me miraba, tumbada entre las sábanas negras, con los ojos muy abiertos, una mezcla de miedo, incredulidad y una lujuria traicionera que me enfurecía y me excitaba por igual. Sus pechos subían y bajaban rápidamente, sus pezones estaban duros, erectos. Me odiaba, lo sabía, pero su cuerpo… su cuerpo todavía me reconocía, todavía me quería.
—¿Ves lo que me hiciste? —le espeté, mi voz un rugido ronco mientras me arrodillaba sobre la cama, entre sus piernas, abriéndolas con mis manos—. ¿Ves lo que me obligaste a ser?
No esperé una respuesta. Me lancé sobre ella, cubriéndola con mi cuerpo, sintiendo el contraste de su piel suave contra la mía, más áspera. Agarré sus manos y las inmovilicé sobre la almohada, entrelazando nuestros dedos con una fuerza que sabía que le dolería. Y entonces, sin más advertencia, me clavé en lo profundo de su ser de un solo embate brutal, salvaje, dominante y posesivo.
Ella gritó, un sonido gutural que se partió entre el dolor y el placer, arqueando la espalda contra las sábanas. Estaba apretada, tan apretada como la recordaba, como si su cuerpo me hubiera estado esperando, guardándose para mí. La sensación fue tan intensa, tan abrumadora, que por un segundo creí que me volvería loco.
—Mía —gruñí, el sudor cayendo de mi frente sobre su clavícula.— Solo mía, Clara. Nunca más te vas a ir. ¿Me oíste? ¡Nunca más!
Empecé a moverme con una furia controlada, cada embestida una acusación, cada gemido suyo una victoria. Recorrí con mis labios y mis dientes la piel que por dos malditos años añoré, que soñé, que maldije. Enterré mi rostro en su cuello, inhalando su esencia, mordiendo la curva donde el hombro se encuentra con el cuello, marcándola. Mis manos soltaron las suyas para recorrer su cuerpo, apretando sus caderas, sus nalgas—esas nalgas que me habían vuelto loco desde el momento en que las vi esta mañana—, hundiendo mis dedos en su carne como si pudiera fusionarnos.
—Dilo —exigí, deteniéndome por un segundo, profundamente dentro de ella, sintiendo cómo se contraía a mi alrededor.—Dime que eres mía.
Ella gimió, negando con la cabeza, pero su cuerpo decía otra cosa. Sus piernas se enroscaron alrededor de mi cintura, sus uñas se clavaron en mi espalda, dibujando caminos de dolor y placer.
—¡Dilo! —rugí, reanudando el movimiento, más rápido, más profundo, llevándola al borde una y otra vez sin dejarla caer.
—¡Tuyo! —finalmente gritó, quebrada, rendida, su orgasmo estallando como una ola que nos arrastró a ambos—. ¡Siempre tuyo, Sebastián!
Su clímax me detonó. Un rugido salió de lo más profundo de mi pecho mientras yo también caía, vaciando en ella toda mi rabia, mi frustración, mi deseo insoportable. Me desplomé sobre ella, sin soltarla, nuestro sudor mezclándose, nuestros corazones golpeando al unísono contra nuestros pechos.
La habitación quedó en silencio, solo rota por nuestro jadeo agitado. El olor a sexo y a nosotros llenaba el aire. Yo todavía estaba dentro de ella, temblando, aferrándome a su cuerpo como a un salvavidas en medio de una tormenta que yo mismo había creado.
La odiaba. La deseaba. La necesitaba. Y ahora, finalmente, después de dos largos años, era mía de nuevo. Pero al mirar su rostro vuelto hacia un lado, sus lágrimas silenciosas cayendo sobre la almohada negra, supe que esta batalla estaba lejos de terminar. Esto no era un final. Era solo el primer asalto de una guerra que prometía destruirnos a ambos.
El sabor de su piel en mis labios era adictivo. Salado, familiar, mío. La había marcado con mis dientes en el cuello, pero no era suficiente. Necesitaba más. Necesitaba que cada centímetro de ella recordara quién era su dueño.
Incliné mi cabeza y capturé uno de sus pezones entre mis dientes, no con suavidad, sino con una ferocidad posesiva que la hizo arquearse bajo mí con un grito entrecortado. No fue un grito de dolor puro; había en él una nota de shock placentero, una rendición que alimentó el fuego que me consumía por dentro. Mordí, suave al principio, luego con más fuerza, hasta que su piel llevaría el recuerdo de mis dientes durante horas. Sabía que le dolería, y la idea me excitó aún más.
Mientras mi boca trabajaba en su seno, mis caderas, que nunca habían llegado a detenerse por completo, encontraron un nuevo ritmo. Un ritmo más lento, más profundo, más deliberadamente tortuoso. La sentía vibrar bajo mí, cada embestida mía la sacudía, cada retirada la dejaba jadeando, buscando el contacto que yo le negaba por un instante cruel.
La escena frente a mí era tan obscenamente erótica que creí que enloquecería. Clara, completamente desnuda y entregada sobre mis sábanas negras, su piel contrastando con la oscuridad del satén. Sus pechos marcados , su boca entreabierta emitiendo sonidos que eran mitad protesta, mitad súplica. Sus ojos vidriosos, nadando en un mar de lágrimas no derramadas y una lujuria que no podía ocultar. Y yo, sobre ella, dentro de ella, moviéndome con una determinación animal que brotaba de un pozo de necesidad de dos años de profundidad.