Mi hijo, Su heredero

Capítulo 12

Después de dos rounds más, dos asaltos brutales de posesión y rendición donde volvimos a explorar cada centímetro de piel añorada, cada recuerdo doloroso y placentero, caímos rendidos. El sudor nos cubría, pegándonos el uno al otro, la habitación olía a sexo intenso y a nosotros, un aroma que me mareaba de pura necesidad satisfecha. Las sábanas negras estaban enredadas a nuestros pies, testigos mudos de la furia que acababa de desatarse.

El reloj de la mesilla de noche marcaba las 3:07 AM. Un silencio pesado, cargado de latidos y respiraciones que se calmaban poco a poco, llenaba la habitación. Yo yacía boca arriba, con un brazo detrás de la nuca, mirando el techo oscuro pero sintiendo cada uno de sus movimientos como si fueran míos.

Ella intentó alejarse. Un movimiento furtivo, un deslizamiento casi imperceptible hacia el borde de la cama, como si pretendiera escapar del campo de batalla ahora que la guerra había amainado. Un gruñido low escapó de mi garganta. ¿En serio? ¿Después de lo que acababa de pasar? ¿Después de que su cuerpo me hubiera gritado que era mío en cada gemido, en cada contracción?

Mi brazo se movió con rapidez felina. Le agarré la cintura con firmeza, no con brusquedad, pero con una determinación que no dejaba lugar a dudas. Ella jadeó, sorprendida, cuando la pegué de nuevo contra mi costado, su espalda ahora pegada a mi torso, mis piernas enmarañándose con las suyas. Mi palma se posó en su vientre bajo, plana y suave, y de allí se deslizó hacia arriba, sin prisa, para capturar uno de sus pechos en mi mano. Estaba caliente, pesado, perfecto. El pezón, ya sensible y erecto por el uso, se endureció aún más bajo mi tacto.

—¿A dónde crees que vas? —murmuré contra su nuca, enterrando mi nariz en su pelo, inhalando profundamente su esencia mezclada con la mía.—Aquí no hay escape, Clara. No esta noche. No nunca.

Ella se tensó por un momento, y sentí el deseo de resistirse, de luchar contra la inevitabilidad de mi posesión. Pero entonces, un temblor recorrió su cuerpo, y se relajó contra mí con un suspiro que sonó a derrota y a algo peligrosamente cercano a la aceptación. Su mano se posó sobre la mía, que aún acariciaba su pecho, no para apartarla, sino para… sentirla. Sus dedos se entrelazaron con los míos por un instante breve y revelador.

—Sebastián… —susurró, y su voz era ronca, quebrada por el uso y la emoción.

—Shhh —corté, apretándola más contra mí, sintiendo cómo su trasero se acomodaba contra mi entrepierna, donde ya empezaba a despertar de nuevo, lentamente, insaciable.—Duerme. Estás donde debes estar.

No era una invitación. Era una orden. Una reafirmación de que este era su lugar ahora: en mi cama, en mis brazos, bajo mi control. Ya había perdido el privilegio de elegir.

Ella no dijo nada más. Permaneció quieta, su respiración se fue haciendo más lenta y profunda contra mi pecho. Pero no se durmió de inmediato. Podía sentirlo en la tensión residual de sus músculos, en la manera en que sus dedos presionaban levemente los míos. Estaba despierta, pensando, sintiendo la trampa de seda y satén en la que se había metido.

Yo también permanecí despierto, vigilante, acariciando su piel con suavidad ahora, posesivo incluso en la calma posterior a la tormenta. Marcando mi territorio. Recordándole, con cada roce de mis dedos, con cada latido de mi corazón against su espalda, que esta rendición nocturna era solo el principio. Que el precio por haber vuelto, por haber desatado de nuevo al animal que llevaba dentro, sería alto. Y que yo sería el único juez, jurado y verdugo de su castigo… y de su placer.

La noche nos envolvió, pero el juego apenas comenzaba. Y yo, Sebastian Blackwood, no tenía intención de perderlo.

Me desperté a las nueve de la mañana. La luz del sol se filtraba por entre los grandes ventanales de la habitación, iluminando motas de polvo que danzaban en el aire. Hacía mucho, mucho tiempo que no dormía tan profundamente, tan completamente, desde la noche antes de que Clara huyera. La pesadez en mis miembro, la paz relativa en mi mente… era desconcertante. Peligrosa.

Ella se removió a mi lado, un suave quejido escapando de sus labios. Instintivamente, mi brazo se cerró alrededor de su cintura, apretándola contra mi cuerpo. Sentí la suavidad de su piel, el calor de su espalda against mi pecho. Por un momento, todo estaba bien. Por un momento, era como si los dos años de infierno no hubieran existido.

—Necesito orinar —murmuró, su voz ronca por el sueño y… por otras cosas.

La tomé del rostro con una mano, girándola ligeramente hacia mí. Sus ojos, aún empañados por el sueño, se abrieron con sorpresa. Sin darle tiempo a reaccionar, incliné mi cabeza y planté un beso en sus labios. No fue un beso suave o cariñoso. Fue posesivo, dominante, un recordatorio de la noche anterior, de quién mandaba, de a quién pertenecía. Sabía a mí, a nosotros, a sexo y a rendición.

La solté. Ella se deslizó fuera de la cama, tomando la sábana para cubrirse—un gesto de modestia absurdo después de lo que habíamos hecho—y salió casi corriendo hacia el baño adjunto. La observé ir, disfrutando del vaivén de sus caderas, de la visión de su espalda desnuda antes de que la puerta se cerrara tras ella.

Minutos después, el sonido del agua de la ducha empezó a correr. Un sonido doméstico, normal, que sonaba extrañamente fuera de lugar en mi fortaleza de soledad.

Y entonces, un sonido electrónico cortó el silencio. Un teléfono vibrando y sonando con una notificación. Con un gruñido, estiré el brazo hacia la mesilla de noche, buscando el mío. Pero mi teléfono estaba en silencio, su pantalla oscura.

El sonido venía del suelo. Del montón de ropa rasgada de anoche. El vestido blanco de lino de Clara.

Con el ceño fruncido, me levanté de la cama, sintiendo el frío del mármol bajo mis pies descalzos. Agaché y rebusqué entre la tela hasta encontrar el bolsillo interior del vestido. Allí estaba. Un smartphone sencillo, nada lujoso. La pantalla se iluminaba con una notificación de mensaje.




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