—¿Sebastián? ¿Qué…? —su voz se quebró al ver lo que sostenía. El color se desvaneció de su rostro.— Eso es mío. Dámelo.
Crucé la habitación en dos zancadas. Le agarré la cara con una mano, apretando sus mandíbulas, forzándola a mirarme.
—¿Quién es Luca, Clara? —pregunté, y mi voz no sonó humana. Sonó a hielo fracturándose, a metal retorciéndose.
—N-Nadie. Es… un amigo —tartamudeó, retrocediendo un paso, sus ojos llenos de pánico.—Dámelo, por favor.
—¿UN AMIGO QUE TE LLAMA MI AMOR? —grité, avance hacia ella cada paso una amenaza, la sacudí. La toalla se soltó y cayó al suelo. La tenía completamente desnuda y vulnerable frente a mí, pero la rabia era demasiado grande para ver nada más.—¿TE FUISTE CON ÉL? ¿ES ÉL?
¿CON EL HAS ESTADO TODO ESTE TIEMPO?
—¡No! ¡Te lo juro! ¡No es lo que piensas! —gritó, luchando débilmente contra mi agarre.
—¡¿TE FUISTE POR OTRO HOMBRE?! —rugí, y arrojé el teléfono contra la pared con toda mi fuerza. El cristal estalló en mil pedazos que llovieron sobre el mármol— ¡¿Y AHORA VUELVES A MÍ?! ¿DESPUÉS DE HABER ESTADO CON ÉL?
La empujé contra la pared, mi cuerpo aplastándola, inmovilizándola. Le agarré ambas muñecas y se las inmovilicé sobre la cabeza, contra el frío mármol.
—¡Escúchame bien, Clara! —le espeté, mi aliento golpeando su rostro.— ¡Eres mía! ¡Solo mía! ¡Siempre lo has sido y siempre lo serás! ¡Cada parte de ti me pertenece! ¡Cada suspiro, cada gemido, cada maldita lágrima!
Ella temblaba bajo mí, sollozando, aterrorizada.
—¡Nunca más! —continué, mi voz bajando a un susurro cargado de una promesa oscura.— ¡Nunca más volverás a ver a ese tal Luca! ¡Nunca más volverás a hablar con él! ¡Si descubro que has intentado contactarlo, si siquiera piensas en él…!
Me callé, apretando más su muñeca, haciendo que gimiera de dolor.
—No quiero saber por qué huiste. Ya no me importa. Solo importa que ahora estás aquí. Y aquí te vas a quedar. —Bajé la cabeza y enterré los dientes en el lugar donde su hombro se une al cuello, mordiendo con fuerza, marcándola de nuevo, más profundamente que antes. Ella gritó, un sonido agudo de dolor y shock.— Esta es mi marca. La única que importa. La única que llevarás.
Me separé, jadeando, mirando el pequeño anillo de dientes que sangraba levemente en su piel. Ella lloraba en silencio ahora, la resistencia apagada, reemplazada por un shock profundo.
—Eres mía —repetí, soltando sus muñecas y tomando su rostro entre mis manos con una fuerza que era casi una caricia violenta.—Solo mía. Repítelo.
Ella negó con la cabeza débilmente, sus labios temblorosos.
—¡REPÍTELO! —rugí.
—…Tuya —logró escupir, entre sollozos—. Soy tuya.
—Solo mía —insistí, acercando mis labios a los suyos, pero sin besarla.
—Solo tuya —susurró, rendida.
La solté. Ella se deslizó por la pared hasta el suelo, abrazándose las rodillas, haciendo un ovillo desnudo a mis pies.
Yo me quedé de pie sobre ella, dueño de su mundo, de su dolor, de su rendición. El nombre "Luca" ardía en mi mente, una herida abierta. Pero ahora, al menos, sabía la verdad. O una parte de ella. Y haría lo que fuera necesario para borrar cualquier rastro de ese hombre de su vida. Para borrarlo de su memoria.
Clara era mía. Y nadie, ni un tal Luca, ni ella misma, iba a cambiarlo.
La rabia aún hervía en mis venias, un veneno caliente que nublaba cualquier rastro de razón. El nombre Luca resonaba en mi cráneo como un tambor de guerra. No bastaba con haberla marcado, con haberla hecho gritar mi posesión. Necesitaba más. Necesitaba reafirmar cada centímetro de lo que era mío, borrar cualquier rastro imaginario de otro hombre con mi propio fuego.
La agarré del brazo, aún temblorosa y encogida en el suelo, y la arrastré sin ceremonia hacia el baño. Ella no luchó. Ofreció una resistencia débil, más instintiva que real, un quejido ahogado escapando de sus labios.
—¿Sebastián, por favor…? —su voz era un hilo de voz, quebrada.
Ignoré su súplica. Abrí la ducha de par en par y la empujé bajo el chorro de agua fría que aún corría. Ella gritó, el shock del agua helada contra su piel caliente haciéndola encogerse.
El agua nos empapó al instante. La apreté contra la pared de mármol fría, mis manos recorriendo su cuerpo con una furia posesiva, no para dar placer, sino para recordar, para reclamar. No hubo delicadeza. No hubo preámbulos. Fue una toma brutal, primitiva. Mi boca encontró la suya en un beso que era más un castigo, mis dientes golpeando los suyos, mi lengua invadiendo sin piedad. Ella gimió, y su sonido se perdió en el rugido del agua y en mi boca.
La posesión fue rápida, feroz. Un recordatorio físico de quién mandaba, de quién tenía el control de su cuerpo, de su placer, de su dolor. Cuando terminé, jadeando, con el agua fría escurriendo por nuestro cuerpos aún vibrantes, la miré a los ojos. Estaban vacíos, en shock, pero en lo más profundo, aún ardía esa chispa de sumisión que siempre me había pertenecido.
—Nunca lo olvides —gruñí contra su oído, antes de salir de la ducha y dejarla allí, temblando y vulnerable.
Me sequé con brusquedad, me vestí con un traje impecable de otro de mis armarios—armaduras contra ella, contra el mundo. Cuando salí del vestidor, ella ya estaba en el dormitorio, vestida con uno de los vestidos que había mandado comprar. Un vestido de seda color aceituna que se ceñía a cada una de sus curvas como una segunda piel, marcando la cintura, las caderas, el swell de sus pechos. La muy puta sabía lo que hacía. Sabía cómo volverme loco.
—¿Cuándo traes al niño? —preguntó, su voz aún débil, pero con un hilo de desafío.
—Ya te dije que hoy —mentí, sin siquiera mirarla, ajustándome el reloj en la muñeca. Era una mentira para mí mismo tanto como para ella. Benjamín se quedaría con mi madre el tiempo necesario. Hasta que yo decidiera que Clara había aprendido su lección.
Caminé hacia ella. Ella se tensó, pero no retrocedió. La tomé del cuello, no con fuerza para ahogar, pero con la firmeza suficiente para hacerla inclinar la cabeza hacia atrás, exponiendo la línea vulnerable de su garganta y los moretones que empezaban a florecer donde mis dientes y mis labios habían estado. La arrastré hacia mí y capturé sus labios en otro beso. Este no fue de rabia pura. Fue de dominio. Un beso lento, profundo, devorador, que sabía a rendición y a promesa. Sabía a mí.