Clara Blackwood
Me dejé caer en el sofá, la seda fría del vestido aceituna rozándome la piel como una burla. No me lo podía creer. Sebastián… Sebastián me había tomado, usado, vuelto a marcar como si fuera un animal, como si mis dos años de lucha y supervivencia no hubieran importado. Y ahora, lo peor: me apartaba de mi bebé. Dejándolo con esa bruja de su madre, una mujer que me despreciaba desde el primer día y que sin duda envenenaría a Benjamín contra mí.
¿Qué haría yo sola en este penthouse enorme, vacío y silencioso? Era una jaula lujosa, pero una jaula al fin. Mi móvil yacía destrozado en el baño, un montón de cristales y circuitos inservibles. Mi único vínculo con el exterior, con Luca… roto. Luca. Un dolor punzante me atravesó el pecho. Sebastián no había querido escuchar, no le importaba la verdad. Solo quería poseer, controlar, castigar.
No tenía a nadie. Ni siquiera podía hablar con mi mejor amigo, la única persona que sabía la verdad, la única que me había ayudado a escapar la primera vez. Estaba completamente sola.
Una determinación desesperada se apoderó de mí. No podía quedarme aquí. No así. Me levanté y salí del penthouse, sin llevar nada más que la ropa que traía puesta, el vestido que ahora sentía como un uniforme de prisionera.
Pero al intentar cruzar el vestíbulo privado hacia los ascensores, dos hombres con trajes impecables y gafas de sol oscuras emergieron de la nada, bloqueándome el paso. Eran enormes, impasibles, como estatuas.
—Lo siento, señorita —dijo uno, su voz un eco plano y profesional.—No puede salir.
—Pero… —trague saliva, sintiendo el pánico trepar por mi garganta.—Tengo que salir. Es… es una emergencia.
—Tenemos órdenes directas de nuestro señor —dijo el otro, sin inmutarse.— No puede abandonar la planta.
La indignación tiñó mi cara de un rojo ardiente. ¿Órdenes? ¿Su señor?
—Comuníquenme con su señor entonces —exigí, tratando de que mi voz no temblara.— ¡Ahora mismo!
Uno de ellos sacó un teléfono, marcó un número y, tras unos segundos, me lo extendió. Escuché el tono una, dos veces, antes de que una voz fría y familiar cortara el silencio.
—¿Sí?
—¿Qué es esto, Sebastián? —estallé, la rabia venciendo al miedo.— ¡Por favor, carajos! ¿No me dejas salir? ¿Acaso soy tu prisionera?
—Eres mi invitada —respondió su voz, calmada, como si estuviera explicando algo obvio a un niño.—Y las invitadas en mi casa cumplen las reglas. Una de ellas es no salir sin mi supervisión.
—¡No es tu casa, es nuestra casa! ¡Y no soy tu invitada, soy la madre de tu hijo! —grité, sintiendo cómo las lágrimas de frustración empezaban a nublar mi visión.
—Precisamente por eso —su tono se volvió aún más gélido.—Porque eres la madre de mi heredero, tu seguridad es primordial. No puedo permitir que deambules por la ciudad sin protección. Después de todo… —hizo una pausa deliberada, cargada de significado—… nunca se sabe con qué… elementos podrías encontrarte.
La amenaza velada fue tan clara como un puñetazo. Luca. Se refería a Luca.
—Sebastián, por favor… —supliqué, la rabia dándole paso a la desesperación—. Necesito ver a Benjamín. ¡Necesito salir!
—Benjamín está bien. Está con su familia —dijo, y la palabra "familia" sonó como un exilio.—Enfócate en acostumbrarte a tu nuevo hogar. Y en tener mi almuerzo listo a mediodía. No me hagas esperar.
El clic de la línea cortándose sonó como el portazo de una celda. Me quedé paralizada, con el teléfono mudo en la mano, mirando a los dos guardias que se interponían entre yo y mi libertad.
—¿Señorita? —dijo uno de ellos, extendiendo la mano para recuperar el teléfono.
Se lo devolví con la mano temblorosa. Sin una palabra, di media vuelta y regresé al penthouse, las piernas débiles, el corazón destrozado. La puerta se cerró tras de mí con un sonido suave y definitivo.
Me deslicé por la puerta hasta el suelo, abrazándome las rodillas. Las lágrimas que había estado conteniendo brotaron por fin, silenciosas e implacables. No era solo una prisionera. Era un trofeo. Una posesión que Sebastián había recuperado y que ahora exhibía en su jaula dorada, alejada de su hijo y del mundo.
Y lo peor de todo era que me había traído esto a mí misma. Había vuelto. Y ahora tenía que enfrentar las consecuencias de haber subestimado la obsesión del hombre al que una vez amé.
Me levanté del suelo, sintiendo el frío del mármol impregnado en mis huesos. Con el dorso de la mano, limpié las lágrimas que habían surcado mis mejillas, dejando una humedad salada y una determinación fría en su lugar. No iba a dejarme vencer. No por él. Benjamin necesitaba una madre fuerte, no una víctima.
Fui a la cocina, un espacio vasto y lujoso que parecía más un escenario de revista que un lugar para cocinar. Abrí la nevera, repleta de productos orgánicos y gourmet, y saqué algunos ingredientes al azar. Mis manos, aún temblorosas, se movieron por inercia, preparando un plato que recordaba le gustaba mucho: una pasta con una salsa de crema y champiñones que solía cocinar los domingos, en otra vida. Cada movimiento era mecánico, un acto de supervivencia, de apaciguar a la bestia para ganar tiempo.
Para cuando terminé, la mesa estaba puesta y el aroma de la comida llenaba el ambiente. Justo entonces, la puerta del penthouse se abrió con su característico chasquido suave.
Mi corazón dio un vuelco de esperanza. Me giré, esperando ver a Benjamin corriendo hacia mí, o al menos, verlo en brazos de Sebastián.
Pero solo estaba él. Impecable en su traje, con la expresión impenetrable de siempre. Sus ojos grises me escanearon, evaluando la escena doméstica, y luego se posaron en mí, desprovistos de cualquier calor.
—No trajiste al niño —dije, y mi voz sonó plana, vacía de la emoción que hervía por dentro.
—No quiso venir —se encogió de hombros, colgando su chaqueta con un gesto casual, como si estuviera hablando del clima.