Clara Blackwood
El sol se ocultaba tras los rascacielos, bañando el penthouse en una luz dorada y sombras alargadas que parecían querer engullirlo todo. Una quietud pesada, cargada de la ira silenciosa de Sebastián, se había adueñado del lugar. No había salido de su oficina en horas. Podía sentir su enojo emanando desde detrás de la puerta cerrada, como una tempestad contenida a punto de estallar.
Necesitaba hacer algo, cualquier cosa, para sentir que aún tenía algún control sobre mi vida, por minúsculo que fuera. Decidí prepararle un café. Era un acto ridículamente doméstico, casi sumiso, pero en la distorsión de mi nueva realidad, era un gesto de desafío, una forma de recordarle que yo estaba aquí, que no me había rendido por completo.
Con manos que apenas lograban mantenerse quietas, molí los granos,el sonido áspero llenando el silencio por un momento.Calenté el agua, mis manos temblando levemente al verterla sobre la prensa francesa.El aroma intenso y amargo llenó la cocina, un contraste absurdo con el nudo de ansiedad en mi estómago.
Cuando estuvo listo, serví la taza, negra y humeante, tal como él la tomaba. No añadí azúcar ni leche. No era un acto de cariño; era una transacción. Un café a cambio de… ¿qué? ¿Un reconocimiento? ¿Una chispa de humanidad?
Caminé hasta la puerta de su estudio, la taza caliente entre mis manos como un talismán. Toqué suavemente. No hubo respuesta. La espera se hizo eterna, cargada de una tensión que me erizó la piel, cada latido de mi corazón un martillazo en mis oídos. Finalmente, empujé la puerta y entré.
Él estaba allí, sentado detrás de su monumental escritorio de roble, sumergido en una pila de documentos. La luz del atardecer se filtraba por los ventanales, bañándolo en un resplandor dorado haciéndolo ver como una figura poderosa, un rey en su trono.Destacaba la línea perfecta de su perfil, la concentración en su frente, la fuerza quieta de sus manos sobre los papeles. Era desconcertantemente hermoso, y la punzada de atracción que sentí me enfureció tanto como me avergonzó.
Avancé en silencio, evitando mirarlo directamente, y deposité la taza en un espacio libre de su escritorio, lejos de cualquier documento importante.
—Pensé que te iba a gustar —dije, mi voz sonó más débil de lo que hubiera querido, casi ahogada por el silencio.
Él no respondió. Ni siquiera alzó la vista.Ni un músculo de su rostro se inmutó. Su pluma siguió moviéndose sobre el papel, indiferente a mi presencia. Me sentí invisible.Me había convertido en un fantasma en mi propia pesadilla.
La humillación me ardió en las mejillas, pero el recuerdo de Benjamín, de su sonrisa, me dio un hilo de valor.Respiré hondo, buscando un resto de valor.
—¿Puedo trabajar al menos? —pregunté, y el temor a su respuesta le quitó fuerza a mis palabras.— Aquí, en casa. Algo remoto, tal vez…No puedo… no puedo quedarme sin hacer nada.
Esta vez, se detuvo. Dejó la pluma sobre el papel con un golpe seco que me hizo estremecer. Alzó la mirada lentamente. Sus ojos grises, fríos y penetrantes, se clavaron en mí como dagas.
—¿Te falta dinero? —preguntó, su tono era neutral, casi profesional, como si estuviera considerando una solicitud de empleo.
—No —respondí, sintiendo cómo el piso se abría bajo mis pies.— Pero antes… antes me dejabas trabajar.
La palabra "antes" cayó entre nosotros como un guante de desafío. Su expresión cambió. La neutralidad se quebró, reemplazada por algo oscuro y peligroso.
Se levantó de su silla con una calma felina que era más aterradora que cualquier movimiento brusco. Cruzó la distancia que nos separaba alrededor del escritorio. Yo instintivamente retrocedí, pero el borde de madera maciza me detuvo. Me había acorralado.
—Antes —dijo, acercando su rostro al mío, su aliento caliente rozando mi piel—, no pensé que eras capaz de huir. Antes, confiaba. —Cada palabra era un latigazo.— Ahora las reglas cambiaron. Las cambiaste tú. Acostúmbrate a tu nueva vida, Clara. A cuidar esta casa. A cuidar de tu hijo. Y a estar disponible cuando te necesite.
Las palabras cayeron como una losa. No era una sugerencia. Era un decreto. Mi "nueva vida" estaba trazada con una claridad brutal: ser la ama de casa, la niñera y la concubina. Nada más.
Mientras decía las últimas palabras, sus manos se posaron en mis caderas, un agarre firme y caliente a través de la fina seda del vestido. Su toque, aunque dominante, envió un escalofrío eléctrico por mi espina dorsal. Lentamente, sus palmas comenzaron a subir el dobladillo de mi vestido, exponiendo mis muslos al aire frío de la oficina. Me inclinó hacia atrás contra el escritorio, y su boca encontró el lóbulo de mi oreja. Sus dientes mordisquearon la piel sensible con una mezcla de posesión y castigo que me hizo contener la respiración. Un jadeo se escapó de mis labios, una respuesta traicionera de un cuerpo que aún recordaba el suyo.
—¿Está claro? —murmuró contra mi piel, su voz un ronroneo peligroso.
En ese preciso instante, la puerta de la oficina se abrió de par en par.
—¡Papá!
La voz alegre y chillona de Benjamín cortó el aire como un cuchillo. Sebastián se separó de mí de un salto, con una rapidez felina, bajando mi vestido con un movimiento brusco. Yo me enderecé, tambaleándome, con el rostro en llamas y el corazón martilleándome en el pecho.
Benjamín corrió hacia Sebastián, ignorando por completo la tensión palpable en la habitación. Detrás de él, en el marco de la puerta, apareció Eleanor Blackwood. Su impecable figura estaba rígida, sus ojos, del mismo gris gélido que los de su hijo, escanearon la escena: a mí, desencajada y ruborizada, a Sebastián, que intentaba recomponer su compostura, y el vestido de seda que aún estaba ligeramente arrugado donde sus manos habían estado.
Su mirada, cargada de un desprecio absoluto, se posó en mí. No dijo nada. No hizo falta. La condena en su expresión era más elocuente que cualquier grito.