Sebastián Blackwood
El eco de la puerta al cerrarse tras mi madre resonó en el penthouse como un disparo. Una calma tensa, cargada de electricidad, llenó el espacio. Me quedé un momento más frente al ventanal, viendo cómo las luces de la ciudad comenzaban a titilar, cada una vida ajena, un drama distante al mío.
Había desafiado a mi madre. Había puesto a Clara por encima de la lealtad familiar ciega. El peso de esa acción era monumental, y sin embargo, una parte de mí, una parte primitiva y posesiva, sentía una satisfacción profunda. Clara era mía para proteger.
Salí del despacho, mis pasos firmes sobre la madera pulida. El sonido me precedió, anunciando mi presencia. Me dirigí directamente a la cocina abierta.
Allí estaba ella. Clara. Parada junto a la isla de mármol, con Benjamín en brazos. Le estaba dando de comer una compota con una cuchara pequeña, murmurándole palabras suaves que no podía distinguir. Él comía feliz, manchándose la cara y agarrando el aire con sus manitas. Era una escena doméstica, cálida. Y me enfureció.
No por la escena en sí, sino porque era un recordatorio de que ella tenía algo que yo anhelaba: una conexión con mi hijo que, en ese momento, me sentía negado. Y porque, a pesar de la humillación en la oficina, a pesar de mi madre, ella estaba aquí, haciendo lo que se suponía que debía hacer. Como si nada hubiera pasado.
Me detuve en el umbral de la cocina, cruzando los brazos. Ella alzó la mirada, y sus ojos se encontraron con los míos. Vi el miedo instantáneo en ellos, el recuerdo de mis manos en sus caderas, de mis dientes en su oreja. Pero también vi un destello de desafío. Pequeño, casi extinto, pero ahí.
—Sirve mi cena —dije, mi voz neutra, pero con una arista de autoridad que no admitía réplica.—Ahora.
Ella se quedó paralizada por un segundo, la cuchara a medio camino entre el frasco y la boca de Benjamín. El niño gorjeó, impaciente.
—Pero… estamos comiendo —respondió, con una voz que intentaba ser firme pero que se quebraba levemente.
—Y yo tengo hambre —repliqué, avanzando un paso dentro de la cocina.— ¿O acaso crees que tu única función aquí es alimentarlo a él? —Señalé a Benjamín con un movimiento de cabeza.
Mi tono era deliberadamente despectivo. Quería herirla. Quería recordarle su lugar después del momento de vulnerabilidad que había compartido—o forzado—en la oficina. Después de haberla defendido, necesitaba reafirmar mi dominio.
Ella apretó los labios. Vi el conflicto en su rostro: las ganas de gritarme, de rebelarse, contra el miedo a las consecuencias, contra la necesidad de estar cerca de Benjamín. Finalmente, con un suspiro que sonó a rendición, asintió con la cabeza.
—Sí, Sebastián —murmuró.
Dejó la cuchara en el frasco y, cargando aún con Benjamín en la cadera, se acercó a la nevera. Con movimientos torpes por el peso del niño, sacó los ingredientes que había preparado antes—los mismos que yo le había visto usar—y comenzó a calentar una sartén.
Yo me recosté contra el marco de la puerta, observándola. La vi moverse por la cocina con una eficiencia aprendida, con Benjamín aferrado a ella como un pequeño marsupial. Él observaba todo con ojos curiosos, chupándose el dedo. Era una imagen ridícula y a la vez… domesticada. Ella, la mujer que había huido de mí, ahora cumpliendo mis órdenes bajo mi mirada, con nuestro hijo en brazos.
Cuando terminó, emplató la comida—un salmón con verduras—y lo dejó sobre la isla, frente a mí. Ni siquiera me miró. Tomó a Benjamín y se sentó con él en la mesa del desayuno, a unos metros de distancia, retomando su comida interrumpida en un silencio tenso.
Me acerqué a la isla y tomé el tenedor. La comida estaba perfecta, como siempre lo estaba todo lo que ella cocinaba. Pero sabía a ceniza. Cada bocado era un recordatorio de la dinámica perversa que habíamos establecido: yo, el carcelero que exigía; ella, la prisionera que obedecía por el bien de nuestro hijo.
Y en medio de nosotros, Benjamín, comiendo feliz, el único eslabón que nos mantenía unidos en este tira y afloja de odio, deseo y una love distorsionada que no sabía cómo expresarse de otra manera.
La cena transcurrió en un silencio pesado, solo roto por el tintineo de los cubiertos y los balbuceos despreocupados de Benjamín. Yo comí mi salmón con una calma forzada, cada bocado sabiendo a una victoria hueca. Clara, sentada a la mesa con nuestro hijo, apenas probó bocado. Podía sentir la tensión irradiando de ella, como un animal acorralado.
Cuando terminó, sin decir una palabra, se levantó y comenzó a recoger los platos. Su espalda estaba rígida, sus movimientos, mecánicos. Llevó todo al fregadero y abrió el grifo, el sonido del agua llenando el silencio opresivo. Benjamín, somnoliento por la comida, se aferraba a ella, refunfuñando.
Yo me quedé observándola desde la isla, terminando mi cena. La vi frotar un plato con más fuerza de la necesaria, sus hombros tensos. La humillación de antes, la sumisión forzada, aún colgaba de ella como un perfume agrio. Y sin embargo, la quería más en ese momento que nunca. Quería romper esa resistencia, esa falsa placidez, y hacerla mía de nuevo. Recordarle que su lugar, ahora y siempre, era donde yo decidiera.
Dejé el tenedor en el plato con un golpe seco que hizo que ella se estremeciera levemente, aunque no se dio la vuelta. Me levanté y crucé la cocina con pasos silenciosos, como un depredador acercándose a su presa.
Me detuve justo detrás de ella, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo a través del fino vestido, oler el shampoo de su cabello mezclado con el aroma del jabón para platos. Benjamín, al verme, levantó los bracitos hacia mí, somnoliento.
—Papá…
Sin decir una palabra, lo tomé de los brazos de ella. Clara se quedó rígida, las manos aún en el agua jabonosa, pero no se atrevió a protestar, no se atrevió a girarse.
—Shhh, campeón, es hora de dormir —murmuré para el niño, acomodándolo contra mi hombro. Su cabecita se apoyó allí, rendido.