Clara Blackwood
El sonido del agua corriendo sobre los platos era el único ruido que ahogaba el zumbido ensordecedor en mis oídos. Las manos me temblaban de tal manera que el plato que frotaba se resbaló dos veces entre mis dedos, chapoteando en el agua jabonosa. Cada nervio de mi cuerpo estaba alerta, vibrando con el eco de sus palabras, con la sensación fantasma de su erección presionándose contra mí, una marca de fuego a través de la seda del vestido.
Te espero en mi cama. Y si no vas, yo mismo te busco.
La amenaza no era velada; era una promesa brutal, cargada de una intención que me helaba la sangre y, para mi eterna vergüenza, encendía una chispa de algo oscuro y traicionero en lo más profundo de mi vientre. Lo odiaba. Lo odiaba con una fuerza que me envenenaba por dentro. Pero también le temía. Y peor aún, mi cuerpo, ese traidor, recordaba. Recordaba la maestría de sus manos, la forma en que podía hacer estallar mi universo en mil pedazos antes de reconstruirlo a su antojo.
Fui a la habitación de Benjamín y me quedé apoyada en su cuna mirándolo dormir.Mi pequeño. Mi razón para respirar. Mi ancla en este mar de locura. Él era el rehén en esta guerra no declarada. Sebastián lo sabía. Usaba el amor más puro que podía existir como moneda de cambio, como la cadena que me mantenía atada a él.
¿Qué haría si no iba? ¿Entraría a la fuerza en la habitación? ¿Me arrastraría gritando? ¿Despertaría a Benjamín y le mostraría a su hijo la peor versión de sus padres? No podía arriesgarme. No podía permitir que mi hijo fuera testigo de la degradación de nuestra relación.
La decisión no fue de sumisión; fue de estrategia desesperada. Iría. Enfrentaría la tormenta. Prefería entregarme voluntariamente en el campo de batalla que él había elegido que provocar una escena que traumatizara a mi hijo. Tomé una respiración profunda, arropé, besé su frente suave y me quedé mirándolo durante un largo minuto, almacenando su paz, su inocencia, como un escudo para lo que venía.
Caminé por el pasillo como si fuera al cadalso. Cada paso resonaba en el silencio opresivo del penthouse. La puerta de su habitación—nuestra habitación en otra vida—estaba entreabierta. Un rayo de luz tenue se filtró desde dentro, dibujando una línea dorada en la alfombra oscura.
Empujé la puerta lentamente.
Él estaba allí. De pie junto a la cama de grandes dimensiones, con las sábanas negras de satén. Se había quitado la camisa. La luz de una lámpara lateral bañaba su torso, sculptural y poderoso, cada músculo definido bajo la piel bronceada. No había ira en su postura, ni la furia explosiva de antes. Había una calma aterradora, una paciencia de depredador que sabe que su presa ya está atrapada. Sus ojos grises me capturaron en el acto, escudriñándome, desnudándome antes de que me quitara la ropa.
No dijo una palabra.
Yo me detuve en el umbral, sintiendo que el corazón me golpeaba contra las costillas con tanta fuerza que me mareaba. El vestido aceituna, que había sido una armadura, ahora se sentía como una segunda piel demasiado delgada, demasiado vulnerable.
Cerré la puerta tras de mí con un suave click que sonó como el portazo de una celda. El aire se espesó, cargado con el olor de su colonia, de su poder, de su intención.
—Acércate —ordenó. Su voz era baja, un susurro ronco que era más una vibración en el aire que un sonido.
Mis piernas, traidoras, obedecieron. Avancé hasta quedar a un metro de él, con la mirada baja, fijándome en la textura de la alfombra oscura.
—Mírame —ordenó de nuevo.
Alcé la vista. Sus ojos no parpadearon. Recorrieron cada centímetro de mi rostro, leyendo el miedo, la rabia, la resistencia… y esa chispa de algo más que yo intentaba a toda costa ocultar.
Alargó una mano y, con una lentitud deliberada, casi cruel, tomó un mechón de mi cabello entre sus dedos. Lo frotó suavemente, como si evaluara su textura.
—Te estremeces —observó, y no era una pregunta. Era una constatación.
—Tengo frío —mentí, mi voz un hilillo de sonido.
Una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios. —Mientes.
Sin prisa, como si dispusiera de toda la eternidad, deslizó sus dedos desde mi cabello hasta mi hombro. La seda del vestido era una barrera insignificante. Su tacto era cálido, firme. Sus dedos siguieron la línea de mi clavícula hasta el escote.
—Quítatelo —murmuró, su tono no admitía discusión.
Mis manos temblaron al buscar el cierre lateral del vestido. Los dedos se me volvieron torpes, incapaces de funcionar. Él observó mi lucha con una paciencia infinita, disfrutando de mi torpeza, de mi vulnerabilidad.
Finalmente, el cierre cedió. El vestido se deslizó por mis hombros y cayó a mis pies, formando un charco de seda aceituna en el suelo. Me quedé allí, en medio de la habitación, con solo las bragas de encaje y el recuerdo de su posesión como ropa. El aire frío del aire acondicionado me erizó la piel, pero fue su mirada, intensa y devoradora, la que me hizo sentir completamente expuesta.
—Toda —añadió, su voz un poco más áspera.
Conteniendo la respiración, me quité las bragas, dejándolas caer sobre el vestido. Ahora estaba completamente desnuda frente a él, bajo su escrutinio implacable. Él todavía estaba vestido, lo que hacía la situación aún más desigual, más humillante.
Se acercó entonces, cerró la distancia que nos separaba. Su aliento caliente me llegó a la cara. Alzó una mano y con el dorso de los dedos acarició mi mejilla, un gesto que podía haber sido tierno si no fuera por la intensidad brutal de su mirada.
—Eres mía, Clara —susurró, y sus palabras eran un sello de propiedad—. Esta piel —sus dedos bajaron por mi cuello, sobre mi clavícula—, esta boca —rozó mi labio inferior con el pulgar—, este corazón que late tan rápido… —su palma se posó plana sobre mi pecho, sobre mi corazón desbocado—… todo me pertenece.
Cerré los ojos, incapaz de soportar la carga de su mirada. Pero él no lo permitió.