Mi hijo, Su heredero

Capítulo 18

Sebastián Blackwood

El primer rayo de luz del amanecer se filtró por los grandes ventanales, iluminando la habitación con una suave claridad dorada. Me desperté como siempre lo hacía: instantáneamente, con la mente ya alerta y calculando el día. Pero esta vez, la primera imagen que captaron mis ojos no fue el techo ni la ciudad, sino a Clara.

Ella dormía profundamente, su cabeza apoyada sobre mi pecho, su cabello esparcido como una seda oscura sobre mi piel. Estaba totalmente desnuda, las sábanas negras resbaladas hasta su cintura, exponiendo la curva de su espalda y el suave redondez de sus caderas. Su respiración era tranquila, profunda. Por un instante, un instante peligrosamente frágil, la paz en su rostro fue tan absoluta que los dos años de ausencia, de rabia y de dolor parecieron esfumarse. Como si nunca hubieran existido. Como si ella siempre hubiera pertenecido aquí, en mi cama, en mis brazos.

Una sensación extraña, casi primitiva, de satisfacción me invadió. La había reclamado. La había traído de vuelta a donde pertenecía. Era mía. De nuevo.

Deslicé una mano por la suavidad de su espalda, sintiendo el calor de su piel bajo mis dedos. Recorrí la curva de su columna hasta llegar a sus nalgas, llenas y perfectas. Las apreté con firmeza, poseyéndolas incluso en su sueño, y luego le di una nalgada suave pero firme. No para lastimarla, sino para recordarle. Para recordarme.

Ella se despertó sobresaltada, con un jadeo, sus ojos se abrieron de par en par, desorientados y llenos del vestigio del sueño.

—¿Qué pasó? —preguntó, su voz ronca por dormir.

—Nada —respondí, mi voz serena pero cargada de autoridad.—Sigue durmiendo. Aún es temprano.

Pero yo ya estaba completamente despierto. Me deslicé de la cama, sintiendo el aire frío sobre mi piel desnuda. Caminé hacia el baño, consciente de que ella me observaba, su mirada en mi espalda era una sensación tangible. Hoy no haría ejercicio. La sesión de la noche anterior había sido más que suficiente.

Me di una ducha larga, de unos quince minutos, dejando que el agua caliente golpeara mis músculos, lavando el sudor seco y el aroma de sexo de mi piel. Cuando salí, envuelto en una nube de vapor, la cama estaba vacía. Clara ya no estaba.

Me vestí con ropa informal pero impecable: un pantalón negro de lino y una camisa negra de seda, abierta en el cuello. No necesitaba traje para el día que tenía planeado para hoy.

Salí de la habitación y el sonido me guió hacia la sala. Allí estaba ella. Sentada en el gran sillón blanco, con Benjamín en su regazo. El niño se tomaba su biberón con avidez, cómodo y seguro en los brazos de su madre. Era una escena doméstica, casi idílica. Y sin embargo, una parte de mí se irritó. Ella le dedicaba toda su atención, como si yo no existiera.

—¿Preparaste mi café? —pregunté, mi voz rompiendo la tranquilidad del momento.

Ella ni siquiera alzó la vista. Me ignoró por completo, ajustando el biberón en la boca de Benjamín.

—No —respondió finalmente, el monosílabo cargado de un desafío silencioso.

El aire se espesó al instante. ¿Así que así era? ¿Un poco de sueño y afecto maternal le daban el valor para desafiarme?

—Pues prepáralo —ordené, mi tono se volvió cortante.—Y mi desayuno también. No tengo todo el tiempo del mundo.

—Estoy dándole la leche a mi hijo —replicó, y esta vez sí me miró, sus ojos destellando con una furia que me tomó por sorpresa.—Y tú no tienes derecho a decirme qué hacer.

Un silbido de ira me recorrió las venas. Crucé la sala en unos pocos pasos y me agaché frente a ellos. Primero, me incliné y le di un beso en la frente a Benjamín.

—Buenos días, campeón —dije, suavizando mi voz para él.

Luego, me acerqué al oído de Clara, tan cerca que mis labios casi rozaban su piel. Su cuerpo se tensó.

—Eres mi mujer —susurré, mi voz un hilillo venenoso que solo ella podía oír.—Así que levanta tu lindo culo y prepara mi desayuno. Ahora.

—Y Benji… —protestó ella, aferrándose al niño como a un escudo.

—Él puede tomarse su leche solo. No hace falta que se la des —dije con firmeza, y extendí los brazos para tomar a Benjamín.

Ella dudó por un segundo, una guerra interna visible en su rostro, pero finalmente, con un suspiro de derrota, me lo entregó. Puse al niño en el amplio sillón, acomodándolo entre cojines para que estuviera seguro, y le di el biberón, que él tomó feliz, absorto en su comida.

Clara se levantó visiblemente enfadada, los puños apretados a los lados del body de seda que se había puesto.

—Antes no desayunabas —murmuró con resentimiento mientras marchaba hacia la cocina.— Decías que con el café de tu secretaria era suficiente.

Una sonrisa cruel se dibujó en mis labios. Sí, lo decía. Pero las cosas habían cambiado.

—Me gusta más el café que prepara mi mujer —le espeté, mi voz elevándose para que me oyera desde la cocina.— ¡Pica fruta también!

Me acerqué al sillón y me senté al lado de Benjamín, observándolo mientras chupaba su biberón con determinación.

—¿Cómo está mi campeón? —pregunté, acariciando su cabecita suave.

Él me miró con sus grandes ojos y sonrió alrededor de la tetina, leche derramándose por su barbilla. Mi corazón, ese órgano que creía de piedra, se encogió de una manera extraña.

Desde la cocina, el sonido de la máquina de café y el repiqueteo de un cuchillo contra la tabla de picar me llegaban como una música agradable. El aroma del café recién hecho comenzó a mezclarse con el de la leche de Benjamín.

Todo estaba en orden. Ella estaba en la cocina, donde debía estar. Mi hijo estaba a mi lado, seguro y contento. Y yo… yo estaba en control. Había reestablecido el orden en mi mundo. Clara podía enfadarse, podía murmurar, podía intentar desafiarme. Pero al final, siempre cedería. Porque yo era Sebastián Blackwood. Y ella, quería admitirlo o no, era mía.

Revisé mi celular. La pantalla mostraba dos llamadas perdidas de Olivia, mi secretaria. Un fastidio leve arrugó mi frente. Los problemas del mundo exterior intentaban colarse en la burbuja que había creado esta mañana.




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